agosto 21, 2024• PorÁlvaro Ferrer
Escritorio del Editor en el segundo aniversario de Suroeste
Mes de la solidaridad. El recuerdo de san Alberto Hurtado, como pasa con todo hombre santo que supo ser fiel a las exigencias de su fe, convoca a cristianos y no cristianos a salir de sí mismos y tender una mano a los más necesitados, del modo que sea, según las posibilidades y creatividad manifestada en innumerables iniciativas de servicio, algunas públicas a institucionalizadas, otras silenciosas y solitarias.
Se dice que la solidaridad es un principio básico del orden social que reconoce la Doctrina Social de la Iglesia. Existe un pondus, una inclinación natural a que cada persona preste la ayuda que pueda al prójimo necesitado. La satisfacción o advertencia del mérito que acompaña a la conciencia de quien realiza estas acciones es prueba de que la plenitud humana no puede prescindir de un horizonte vital que trascienda la mirada centrada en uno mismo. Lo natural es que los hombres se ayuden unos a otros y que, de ese modo, sean mejores personas y más felices, tanto el que recibe y tanto más el que sirve.
Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la solidaridad es una virtud eminentemente cristiana” (CCE, 1948). ¿Significa que sólo los cristianos se ayudan unos a otros, sólo ellos ayudan a los demás? Ciertamente, no. De hecho, la solidaridad es tenida como un valor moral universal y no existe programa de educación integral que no la incluya en el largo listado de objetivos que confirman aquello de que el papel aguanta todo.
El hombre (aunque Santo Tomás aquí habla de los ángeles, su razonamiento aplica también a los seres humanos), en cuanto parte, es del todo y, así, su ser y su bien son en el todo.
Explica Santo Tomas de Aquino que es natural y conforme a la estructura volitiva del hombre que este ame más el “todo” que la “parte”, pues el hombre (aunque Santo Tomás aquí habla de los ángeles, su razonamiento aplica también a los seres humanos), en cuanto parte, es del todo y, así, su ser y su bien son en el todo. Por ello, en otro pasaje de la Summa, argumenta que la voluntad humana que no quiere su bien particular bajo razón formal de Bien Común, no es recta. Lo natural y recto, en consecuencia, es que las personas busquen su bien con y en el bien de los demás. Por lo mismo, toda la tradición clásica ha entendido que sólo en la sociedad política las personas pueden lograr su mayor perfección posible. El bien común es la buena vida en común, y esta no es la vida entre extraños que se toleran sino la vida virtuosa entre los amigos que se ayudan.
Entonces, ¿cómo se explica semejante sentencia del Catecismo?: “Es ejercicio de comunicación de los bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales” (CCE, 1948). Esta es una gran y determinante diferencia.
Es que “no sólo de pan vive el hombre” (Mt. 4, 4). Tenemos y somos cuerpo, pero tenemos y somos espíritu encarnado. La vida del alma, su salud, no se escuchan con tanta fuerza ni frecuencia entre los fines y objetivos de las empresas solidarias que abundan por estos días. Esa mirada materialista e inmanente es una grave y peligrosa miopía. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt. 16, 26).
La solidaridad es virtud específicamente cristiana no por desatender las necesidades materiales y corporales del prójimo, menos por desentenderse de los actos, situaciones y estructuras injustas, o las desigualdades económicas que claman al cielo. Es virtud específicamente cristiana porque atiende a todo eso y más, pero desde y en razón de una perspectiva o formalidad superior: los bienes espirituales y la salvación de las almas por amor a Dios. En el fondo, somos “solidarios” porque compartimos, en lazos de caridad, un mismo Cuerpo Místico: como decía el mismo San Alberto Hurtado, se trata de una “solidaridad más íntima que la que ha podido soñar ninguna internacional comunista. No somos camaradas, somos hermanos, miembros de miembro, células de un mismo cuerpo, ramas de un mismo árbol, sarmientos de una misma vid” (Hurtado, A.; “Puntos de educación”).
La fórmula “hacerse todos responsables de todos” se completa con “y en todo su ser”. De aquí que las obras de misericordia, efectos de la caridad que se manifiestan en obras solidarias, son corporales y espirituales. La solidaridad ama, no sólo repara. Y amar es desear y procurar el bien al amado. El mayor bien. Sin hambre, sin frío, sin miedo. Pero más aún, sin pecado. Con Dios. Y si fuera el caso que la conversión y la íntima unión con Dios importara pasar hambre y frío y miedo, que así sea. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt. 6, 33).
El bien común es la buena vida en común, y esta no es la vida entre extraños que se toleran sino la vida virtuosa entre los amigos que se ayudan.
Tal vez, entonces, convenga en este mes recordar, resaltar y practicar la genuina dimensión espiritual de esta virtud específicamente cristiana, sin excusarse ni ignorar las obligaciones de justicia que tan bien sintetizó san Basilio con su impopular pero magistral clamor: “los bienes superfluos del rico pertenecen en justicia a los pobres”.
Pero, parafraseando a san Pablo, de nada aprovecha repartir todos los bienes a los pobres si no tenemos caridad, motor (causa formal) de toda virtud cristiana. Sin caridad es imposible crear condiciones sociales solidarias que contribuyan a hacer el mundo más humano y más divino. La caridad no es el techo ni la coronación, es el piso y el fundamento de un orden social digno. Decía san Alberto Hurtado que “la caridad empieza donde termina la justicia”. El punto es que, sin caridad, la justicia se traiciona a sí misma en un racionalismo positivista y autorreferente que, en los hechos, ha sido capaz de justificar las mayores injusticias y aberraciones.
La caridad es el corazón de la solidaridad cristiana. Y la fuente de la caridad es el Corazón de Jesús, traspasado y siempre abierto. Si nuestro corazón de piedra no es sustituido por un corazón de carne, si no es dilatado por el fuego del Amor, si no es traspasado por el Espíritu Santo, seguirá siendo incapaz de sufrir con el que sufre y reír con el que ríe sub specie aeternitatis.
Autor: Álvaro Ferrer del Valle
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Last modified: septiembre 17, 2024