marzo 5, 2024• PorLuis Robert Valdés
Perspectiva de género y razonamiento jurídico
Hasta hace no mucho tiempo, cuando nuestros abuelos conocían a algún joven que cursaba la carrera de derecho, decían con orgullo que estaban “estudiando leyes”. La frase, aunque popular, revela un rasgo característico de nuestra cultura jurídica −y que, en el caso de Chile, a ratos se confunde con la propia chilenidad−: todo lo que está fuera de la ley no es ni puede pretender ser derecho. Nuestros antepasados, intuitivamente y sin mayores razonamientos, tenían clarísimo que lo que nosotros conocemos como derecho es, en buena medida, una determinada visión sobre la realidad jurídica −que técnicamente denominamos “positivismo legalista”−, el cual predominó durante el siglo XIX y buena parte del XX y que se resume en el absoluto imperio de la ley.
Es sabido que este pensamiento fue superado hace décadas por concepciones jurídicas que intentaron abrir paso a la realidad del caso concreto, reconociendo la naturaleza tópica o problemática del derecho. Solo en algunos lugares permanece, como en las escuelas de derecho, una especie de ventana hacia ese pasado que se fue. En efecto, mayoritariamente en ellas se sigue enseñando a fuerza de memoria las categorías que forman parte del corazón de ese positivismo decimonónico, utilizando dicho parámetro para evaluar a los alumnos en exámenes orales y escritos. A fin de cuentas, vamos a la universidad a estudiar códigos, a imaginar cómo los veían sus redactores y a pensarlos como si el tiempo no hubiese pasado. Tal como al mirar el cielo vemos, por efecto de la velocidad de la luz, a las estrellas como fueron en el pasado —comenta Francesco Viola—, así también en las facultades de derecho se sigue aprendiendo el derecho como alguna vez fue (cfr. Viola, F.; Una teoria deliberativa della giurisdizione?).
Sin embargo, en el foro de los abogados, en los litigios y entre los jueces, en la fría realidad, esas leyes ya no son tan sagradas. Hoy por hoy, los abogados no ganan juicios invocando normas jurídicas; maximizan principios indeterminados, invocan una multitud de porosos derechos subjetivos, perspectivas de género, e interpretaciones creativas obtenidas del llamado soft law. Y, los jueces, por otro lado, parecen también conspirar subrepticiamente contra esta tradición, dictando sentencias que, en realidad, parecen verdaderas leyes o reglamentos generales, como una suerte de velada venganza contra los ideales de la ilustración que los relegó a ser un poder menor, el “patito feo” de la clásica doctrina de la separación de poderes. En síntesis, como diría Víctor Tau, nos hemos movido entre el “sistema” y el “casuismo”, entre un espíritu dirigido por la abstracción, a otro que apunta al caso particular.
Con todo, este camino de superación de ese positivismo exegético hacia una valoración de la realidad concreta y singular es solo aparente. Las formas de razonar y argumentar que hoy se observan en el foro siguen incurriendo en errores que tienen una misma raíz con sus primos del pasado. La perspectiva de género en el ámbito del derecho, por ejemplo, si bien pareciera ser un signo de que la justicia está de vuelta, en la práctica es una es una síntesis entre lo más decadente del racionalismo y del voluntarismo jurídico, una «metodología” —como es definida— que no busca ni la justicia del caso concreto, ni tampoco protege a las mujeres ni a ningún grupo históricamente excluido.
Hoy por hoy, los abogados no ganan juicios invocando normas jurídicas; maximizan principios indeterminados, invocan una multitud de porosos derechos subjetivos, perspectivas de género, e interpretaciones creativas obtenidas del llamado soft law.
En tal contexto, algunos han observado sus evidentes sesgos, denunciando los problemas que acarrea consigo. Sin embargo, no lograremos el equilibrio en las relaciones de justicia ni tampoco en la sociedad si no reconocemos la realidad del derecho como lo justo, “la misma cosa justa” (Summa Theologiae, II-IIae, q. 57, art. 2, ad 1): no será volcándonos al “principismo” —tan de moda en el día de hoy, que diluye la especificidad del derecho en otros ámbitos de los saberes prácticos—, ni volviendo al positivismo legalista. De ahí que el pensamiento de Santo Tomás de Aquino sea una fuente inmensa de luz, sobre todo para los jueces.
El Aquinate no trata explícitamente el razonamiento judicial, pero sí se refiere a este cuando estudia el juicio, acto propio del juez —pero del que participamos todos los operadores jurídicos— y en el que intervienen dos virtudes: la prudencia y la justicia (cfr. Summa Theologiae, II-IIae, q. 60). En este contexto enseña que la sentencia judicial existe no porque el juez la haya dictado —como creen las corrientes voluntaristas— sino porque se trata de un juicio recto de la acción, que determina lo que es debido en justicia en un caso particular (Summa Theologiae, II-IIae, q. 60, a.1, ad.1). Sin embargo, como ya lo dijimos, este juicio es un acto complejo, que se desarrolla en sucesivas fases, que posee una doble dimensión: una racional, porque el juicio es proferido por la virtud de la prudencia; y otra ligada a la virtud de la justicia, en cuanto este está vinculado a la disposición personal de quien juzga.
No lograremos el equilibrio en las relaciones de justicia ni tampoco en la sociedad si no reconocemos la realidad del derecho como lo justo, “la misma cosa justa” (Summa Theologiae, II-IIae, q. 57, art. 2, ad 1).
En relación con la virtud prudencia y su vínculo con la perspectiva de género cabe realizar dos precisiones. Primero, si bien es verdad que el juicio no es única ni exclusivamente resultado de la razón —como creían los racionalistas—, sobre todo porque en el conocimiento jurídico intervienen elementos valorativos, tópicos, morales, culturales, etc.; como recuerda Massini “en el orden práctico y. en especial en el jurídico, tiene lugar la forma silogística” (Massini Correas, C.; “La prudencia jurídica”) en el que el derecho aplicable a un caso —cualquiera de las fuentes de producción normativas y no solo la ley—, hace las veces de premisa mayor y los hechos o las llamadas cuestiones fácticas, la menor (el Aquinate reconoce explícitamente la importancia del silogismo en este ámbito; por ejemplo, Summa Theologiae, I-II, q.13, a.1, ad. 2 y a. 3; II-II, q. 49, a. 2, ad. 1). De este modo, un juez que juzga con perspectiva de género no administra en realidad justicia porque, a pesar de que el derecho no es una ciencia apodíctica, tuerce sin embargo este orden lógico propio de esta realidad y juzga el derecho aplicable a un caso concreto desde un presupuesto abstracto: la perspectiva de género, que se basa en la aceptación de una teoría social ideológica basada en la naturaleza opresiva de un grupo social hacia a otro. Si el derecho vigente va contra esa teoría social —razona el juez—, debe ser desechado, incluso si ello significa fallar contra legem, como ha ocurrido en Chile en casos de cambio de nombre y sexo registral, entre otros. En este escenario, los jueces que siguen esta forma de razonar optan por la “lógica subjetiva” de sus cabezas antes que la lógica objetiva que subyace en el derecho vigente —y que tienen la obligación de aplicar, después de determinar su real sentido y alcance— so pretexto de una dudosa regla de equidad o de género. No olvidemos que la equidad en la tradición jurídica occidental tiene una importancia radical, tal como ha sido recepcionada en la mayoría de las codificaciones iberoamericanas. Sin embargo, no es sinónimo de mera voluntad, o de una absoluta discrecionalidad judicial: es objetiva y debe ser descubierta por el juez antes que creada. En este sentido, los medievales la distinguieron de la “equidad ruda” o aequitas cerebrina, que es precisamente la equidad de la propia cabeza del juez y no la que es posible de determinar a partir del sentido de la ley (cfr. Guzmán Brito, A.; “Las reglas del Código Civil de Chile sobre interpretación de las leyes”).
Lo anterior hace también superflua la necesidad de fundamentación de las sentencias —justificación externa, diríamos hoy—, toda vez que el juez está verdaderamente condicionado a que los hechos se ajusten a dicha categoría “a priori”, los que tendrá que valorar necesariamente de acuerdo con la perspectiva de género y no de acuerdo a su mérito. Incluso la judicatura premia a aquellos jueces que fallan utilizando complejas matrices de análisis de hechos y siguen “buenas prácticas”. ¡El racionalismo jurídico está de vuelta bajo otros ropajes!
Un ejemplo paradigmático de esta realidad lo podemos encontrar en el derecho penal. En efecto, la teoría social que subyace a la perspectiva de género tiene importantes similitudes con la llamada doctrina del derecho penal del autor. En este contexto, la responsabilidad del acto —que es la visión razonable y conforme a la realidad de las cosas— es sustituida por una supuesta temibilidad del agente, poniendo el acento no tanto en la responsabilidad personal del autor sino en castigar y defender a la sociedad de ciertas tendencias peligrosas, aun cuando aquello acarree condenar como culpables a personas inocentes. Así, en la práctica, decidir con perspectiva de género implica dar por probada —solo porque juzgar con perspectiva de género lo aconseja— proposiciones fácticas sin respaldos probatorios, utilizando un estándar menos exigente que el que contemplan las legislaciones contemporáneas (en el caso chileno, el art. 340 del Código Procesal Penal), que implican solo condenar a un acusado cuando el tribunal adquiere la convicción “más allá de toda duda razonable” de que es culpable. Adicionalmente, existen múltiples formas en que la perspectiva de género incide en el ámbito del derecho; su tratamiento en detalle excede la extensión de este pequeño ensayo, pero su influencia es creciente, no solo en la legislación, sino también en la aceptación por parte de la doctrina y la jurisprudencia de reglas específicas de interpretación jurídica, modos alternativos de valoración de la prueba, cambios en estándares probatorios exigibles, valoración de los hechos en base a visiones revisionistas de las máximas de la experiencia, presunciones fuertes en contra de determinados individuos que pertenecen a un sexo (generalmente hombres), cargas dinámicas de la prueba, entre otros puntos.
Por otro lado, desde la vereda de la virtud justicia, si el juez deja de ser imparcial y se convierte en una especie de defensor de una de las partes, la decisión judicial se vuelve en los hechos injusta, sobre todo porque incurre en el vicio de la “acepción de personas”, es decir, dictar una sentencia favorable para una persona o un grupo de personas, en atención a consideraciones personales y en base a la causa o dignidad de una cosa (cfr. Summa Theologiae, II-IIae, q. 63). Al rechazar o relativizar la imparcialidad, de amplio reconocimiento en la cultura occidental, no es posible que la perspectiva de género escape de su propia y pretendida “neutralidad”: es decir, que la descripción que se realiza de las relaciones humanas sobre la base del poder, una antropología pesimista y sospechosa de la persona humana, con componentes ideológicos intensos y dañinos para el orden social. La ausencia de imparcialidad en el proceso impide a la postre que se imparta justicia, toda vez que, al negar esta garantía, el juez, de antemano, se encuentra comprometido de manera apodíctica con esta explicación de las relaciones sociales que no puede sino consistir en negar el derecho a las partes. Santo Tomás es categórico con este punto, llegando incluso a utilizar una categoría muy importante para la tradición cristiana —el concepto de pobre— precisamente para remarcar que la justicia es un absoluto cuando se trata del derecho de cada uno: “El hombre debe amparar en el juicio al pobre cuanto le sea posible, pero sin detrimento de la justicia” (Summa Theologiae, II-IIae, q. 63, a.4, ad.3).
La descripción que se realiza de las relaciones humanas sobre la base del poder, una antropología pesimista y sospechosa de la persona humana, con componentes ideológicos intensos y dañinos para el orden social.
En síntesis, la perspectiva de género, fuera de su contenido deconstructivo y posmoderno, no es beneficiosa para el razonamiento judicial. No imparte verdaderamente justicia por cuanto está mirando otro tipo de obligaciones o deberes sociales que no dicen relación con la actividad judicial y que, por lo mismo, no pueden ser ni deliberados ni discutidos en dicha sede. En este contexto de profunda crisis y de transformaciones, es importante redescubrir el razonamiento jurídico clásico, especialmente el de Santo Tomás. El llamado enfoque de género es una respuesta ideológica a problemas que exceden el ámbito judicial que, a pesar de su aparente neutralidad o facilitación de acceso a la justicia a grupos históricamente excluidos, impone una determinada y muy cuestionable teoría de la justicia, de carácter parcializado, que sus promotores no transparentan al momento de juzgar. Como decía Pieper “la corrupción de la justicia tiene dos causas: la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso” (cfr. Pieper, J.; “Justicia y Fortaleza”).
Abogado. Profesor de la Facultad de Derecho,
Universidad Finis Terrae (Chile)
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Last modified: mayo 2, 2024