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A 5 años del 18 de octubre

Joaquín Fermandois Huerta es un destacado historiador chileno, cuyo pensamiento e investigación ha sido especialmente relevante en el desarrollo de la historia de las ideas políticas y la historia internacional contemporánea. Cursó sus estudios en Historia en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, donde fue discípulo de dos grandes figuras de la historiografía chilena, Mario Góngora y Héctor Herrera Cajas. Realizó sus estudios de posgrado en Alemania Federal, y se doctoró en Historia de América en la Universidad de Sevilla. Fue por muchos años académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile y actualmente es académico de la Universidad San Sebastián. Investigador invitado de la Universidad de Georgetown, en la Universidad Libre de Berlín y en la Universidad de Hamburgo. Becado por la John Simón Guggenheim Memorial Foundation y el Deutscher Akademischer Austauschdienst. Presidente de la Academia Chilena de la Historia por el periodo 2018-2023 y actualmente Presidente del Instituto de Chile. Es autor de importantes libros, entre los que se encuentran “La Democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo”, “La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la Unidad Popular”, “Mundo y fin de mundo. Chile en la política mundial. 1900-2004”, “Política y trascendencia en Ernst Jünger 1920-1934”, “La noción del totalitarismo”. Además, ha escrito más de 100 artículos y ensayos en revistas especializadas nacionales e internacionales.

Rosa María Puelma Salas: Profesor, muchas gracias por concedernos esta entrevista. Comencemos directamente con el tema que nos convoca: en su opinión, ¿qué pasó en Chile el 18 de octubre de 2019? ¿Tiene algún diagnóstico al respecto?

Joaquín Fermandois Huerta: Algo bastante singular, que no ha pasado en muchas partes. Rebeliones espontáneas o semi-espontáneas, como fue esta, hay en todas partes, en todos los momentos, son propias de la sociedad humana, y más aún en las sociedades que son democracias liberales. Las rebeliones existen en todas las sociedades, pero la rebelión moderna tiene otro elemento —que está anunciado en Grecia y Roma— que es que existe una demanda: hay un discurso de la rebelión que en la modernidad es mucho más claro. Estas rebeliones, además, son urbanas, tal y como lo fueron el Bogotazo de 1948 y el Caracazo de 1989, alejándose de las antiguas rebeliones agrarias como La Grande Jacquerie.

La famosa cita de Tocqueville que dice que el yugo mientras es más liviano es más insoportable [1], es muy ilustrativa para entender rebeliones como la del 18-O. Un pueblo siempre tiene un yugo: así es la vida. Pero, de repente, el pueblo empieza a sentir que no se merece vivir así, y comienza a indignarse por no vivir mejor: no ve la mejoría, sino que ve lo negativo de por qué está como está y por qué no tiene aún más (especialmente cuando otro ya lo tiene). En esta cita, Tocqueville está explicando que en Francia, antes de la revolución, las cosas estaban cambiando: donde fue más violenta la revolución no fue donde el antiguo régimen era más fuerte, sino donde éste ya había cambiado, ese cambio es el que desata la revolución. Creo que la observación es buena, y creo que es aplicable al caso chileno. 

Además, creo que el 18-O responde a un fenómeno cultural. Existe un desplome de las antiguas creencias en torno del estado de la política. Esta crisis pudo haber comenzado en las décadas de los 60 y 70, y el régimen militar también puso su cuota. Esto, porque había dos grandes “legitimaciones” políticas. Por un lado, un nacionalismo que llegó a ser meramente retórico. Y, por otro lado, estaba todo este “neoliberalismo”, que yo llamo “pan-economicismo”: es decir, que todo lo explica la economía de mercado, y que en esa economía de mercado consiste la libertad. Así, la libertad queda reducida a eso. Pero eso no es suficiente, eso erosiona otros valores, pues no crea una realidad, no alcanza a crear una estructura. El “pan-economicismo” es como un culto al “becerro de oro” del dinero. Lleva a una lógica perversa de buscar tener más y más, ya que el ser humano nunca se satisface de ese modo. Así, este “culto” lleva al ser humano a su  autodestrucción.

También, como hipótesis “un poco loca” sobre las causas del estallido: creo que fue una especie venganza inconsciente de la Unidad Popular: “esta es la nuestra”, “nos sacaron la mugre [2], ahora van a ver”. Pero la furia se dirigió contra toda la historia de Chile; no solamente los 30 años, sino toda la República, toda la colonia: todo, todo, todo.

Haciendo una estimación, a grandes rasgos, dos tercios de los chilenos o participaron o simpatizaron con la situación. El otro tercio estaba ahí desconcertado sin saber qué hacer. Ni siquiera hubo un intento contrarrevolucionario, no apareció un líder especial. Esto contrasta con que el año 1972 ya habían aparecido líderes de “nuevo formato”, como León Vilarín, el líder de los camioneros del transporte en la Unidad Popular, que había sido un hombre socialista de izquierda. Emergió como líder de los transportistas y fue un líder eficaz, con las ideas claras y con autoridad sobre su gente. En el 18-O eso no ocurrió, no surgió un líder. 

Pero más que nada, para mí el 18-O fue una explosión de furia mezclada con felicidad y gozo, con algo de la fiesta. Tomo una idea de Pedro Gandolfo de que en un país que no tiene carnaval como Chile, estos son los carnavales. Los carnavales, un día terminan: en los carnavales todo está permitido, pero una vez terminado, en la tradición cristiana, viene la cuaresma, el sacrificio. Pero en esta ocasión no fue así: el “carnaval” duró meses. Ese tinte carnavalesco se vio en la agresión feroz que fue “el que baila pasa”.

RP: Hay ocasiones en las que el ambiente social y político se encuentra tan enrarecido y encrispado, en los que parece que la crisis es inevitable. Un ejemplo de esto es lo que dice Radomiro Tomic en una carta al general Prats del 25 de agosto de 1973 (dos semanas antes del 11 de septiembre), en la que le dice “Como en las tragedias del teatro griego clásico, todos saben lo que va a 0currir, todos desean que no ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretende evitar”. Otro ejemplo son las cartas y columnas de Gonzalo Vial que presagiaban, casi proféticamente, que el orden económico y social instaurado no perduraría si es que no se atendía a la naturaleza espiritual y familiar del ser humano. ¿Cuándo se hacen inevitables las crisis sociales y políticas? ¿Usted cree que el “estallido” del 18-O era inevitable?

JF: El bien y el mal se pagan… y había como una especie de “inyección” que decía “sea feliz, compre, detente su libertad —y su libertad es comprar—, páselo bien: eso es lo único que vale”. Es normal que la sociedad humana se mueva pero no en el grado tan fuerte como fue en esos años. Por eso yo creo que el 18-O fue un gran “París del 68”, pero en un país como Chile. Fue violento, duró mucho más, podría haber destruido el país, podríamos haber terminado como Venezuela, tanto en la Unidad Popular como en el estallido.

Yo no creo en los profetas en retrospectiva, que dicen “yo lo predije” y se pasan presagiando. En mi zona, en Villa Alemana, había un iluminado, que predecía terremotos todas las semanas, y cuando efectivamente había un terremoto, la gente decía “él lo había predicho”. Pues bien, hay muchos como “el iluminado de Villa Alemana” en torno a este tema. 

Lo que sí estaba avisado, es que las cosas estaban pésimo con lo que pasó en el Instituto Nacional. Ese tipo de hechos se pagan muy fuerte. Y lo otro fue la evasión en el metro que empezó poco a poco: era fácil desestabilizar a una sociedad poniendo una bomba en un poste de electricidad. En ese sentido hubo avisos.

RP: ¿Cuáles cree usted que son las consecuencias culturales que dejó el estallido?

JF: La caída de las ideas políticas dentro del cuerpo político. Hay muchos cientistas políticos, mucha literatura política, muchas teorías políticas… pero falta que la gente crea en algunos elementos importantes. Antes existía en la población creencias fuertes en ciertos elementos de la constitución, o en la idea del Chile clásico republicano. Eso servía como una especie de contención. Esto se perdió en gran medida con la crisis extrema de la Unidad Popular y después con el desierto político que vino con Pinochet. Eso provocó que se olvidaran estas cosas… y ante ese vacío, Chile se entusiasmara con el “pan-economicismo”. El éxito económico —que vino con mejorías y bienestar— debilitó estas creencias. Y volviendo a la idea de Tocqueville: esa mejoría hace surgir la pregunta “¿por qué yo no tengo lo que tiene el otro?”. Y como por el “pan-economicismo” lo que se tiene era la única medida de todo, ese sentimiento fue muy fuerte. 

Te lo digo como historiador: todos los países desarrollados (es decir, en los que hubo grandes mejorías de este tipo) pasaron por momentos de crisis en la historia moderna. Inglaterra en el siglo XVII, Francia en la Revolución, Alemania con el Nazismo, etc.

RP: ¿Será que la transición al estilo de vida moderno genera conflicto? 

JF: Sí, lo genera. La mejoría material genera conflicto: emancipa a grupos, pero muchas veces se entiende la emancipación como violencia, independencia, fin de los lazos, fin de las obligaciones. Aunque parezca consejo de “abuelito”: los derechos no existen sin los deberes. Pero la vida moderna trajo la fuerte idea que solo existen los derechos. Se ven esas mejorías como algo merecido, e insuficiente.

R.P.: Usted ha estudiado especialmente la crisis de la Unidad Popular [3], y para comprenderla utiliza el concepto de “guerra civil política”, ¿Puede explicar el concepto? ¿Considera que el 18O se llegó a un momento similar?

J.F.: Es una imagen un poco forzada, lo reconozco, pero no he encontrado otra mejor para explicar la situación en la que en el cuerpo político se da una gran movilización y contra-movilización, con una dinámica de enemigos. El concepto de guerra civil nace en la república romana, pero tiene similitudes con el concepto moderno. En la sociedad moderna se formaliza mucho más que los grupos enfrentados se identifican con ciertos intereses y una cierta misión. En Chile hubo un estado de guerra civil política entre el paro de octubre de 1972 y el 11 de septiembre de 1973.

En cambio, el estallido no fue una guerra civil política, sino una rebelión. Fue una rebelión que paralizó al país, con pocos muertos, pero muy violenta y muy autodestructiva. No fue una guerra civil política porque había un solo bando, no estaba dividido el cuerpo, solo estaba el gobierno defendiéndose. Después apareció más resistencia, pero no hubo una movilización en contra: no hubo una juventud contrarrevolucionaria. 

Eso sí, fue una rebelión con intención revolucionaria. La Convención Constitucional fue la típica convención pre-revolucionaria: pretendía desarmar todo lo que existe y arrogándose la calidad de soberano.

R.P.: Usted ha escogido al mito de Sísifo para representar el trayecto de la democracia chilena [4], ¿en qué sentido la democracia es un trabajo análogo al castigo recibido por Sísifo?

J.F.: La sociedad humana nunca llega a la perfección. Las sociedades enfrentan muchos desafíos, pero aunque lo hagan con éxito, a partir de este éxito aparece otro desafío. Un éxito es la fuente del futuro problema: soluciona y luego “des-soluciona”. Esto se ve patentemente en la vida familiar, especialmente en la parábola del hijo pródigo. En ese relato se muestra un conflicto muy natural: el padre que está contento por el retorno del hijo pródigo, y el hermano mayor enojado porque no le reconocen su mérito como buen hijo. Yo entiendo al padre y al hijo, y tomando la idea de la “inconmensurabilidad de los valores” de Isaiah Berlin, los dos —el padre feliz y el hijo enojado— representan dos valores. 

Eso es un poco lo que sucede en la democracia: ese hecho existencial [el de los valores] se lleva a la discusión. Así, se creó en el mundo moderno los estados de bienestar, los aparatos sociales… pero eso tiene un límite. Una de las consignas necias en política —más propia de la izquierda que de la derecha— es que “la democracia se salva con más democracia”. Pero no, ¡la democracia tiene un límite! Como todas las cosas humanas, tiene un límite: la lealtad tiene un límite, la rebelión tiene un límite, todo tiene un límite. Más allá de ese límite, las medidas se vuelven en contra de quienes las propugnan. No puede haber solo democracia, ¡sino hasta los niños tendrían que votar! Tiene que complementarse un elemento democrático con un elemento no-demorático, así como debe haber complementariedad entre un elemento aristocrático y uno popular, que se influyen mutuamente. 

R.P.: ¿Usted está de acuerdo con la idea de Böckenförde según la cual «el Estado liberal secularizado se sustenta sobre condiciones que él mismo no puede garantizar»? 

J.F.: Sí, estoy de acuerdo con eso, pero no necesariamente como algo en contra de la democracia liberal, sino que esta se sustenta en un orden que se creó. Por eso es que tiene un límite. Si se elige cualquier cosa, se destruye la base por la cual puedo elegir. Yo tengo libertad de elegir porque hay un orden. Hay un orden que nos fue dado.

R.P.: Muchos decían, los días y meses después del 18-O, que aquí había una crisis espiritual. ¿Usted qué piensa sobre eso?

J.F.:Sí, yo creo que hay una crisis espiritual, creo que es cierto. En la introducción al libro de Gonzalo Blumel [5], termino aludiendo a “La montaña mágica” de Thomas Mann, e interpreto a dos personajes como representación de lo racional y lo irracional: ambas son formas de la existencia humana y la civilización (en el sentido positivo de la palabra, ya que hoy día para muchos colegas intelectuales, civilización es lo peor que pueda haber). Los buenos momentos de la sociedad humana, aquellos que son ejemplares, y en los que existe más o menos un equilibrio de valores, son aquellos en los que juega un buen engarce entre lo racional y lo irracional, del sentimiento y la razón, entre el fondo oscuro del ser humano (el fondo incognoscible) y lo que podemos conocer y hablar. El peligro moderno es la ultrarracionalización, aunque lo podemos modificar con la experiencia.

Notas

[1] “Las revoluciones no siempre se producen por un declive gradual de mal en peor. Las naciones que han soportado paciente y casi inconscientemente la opresión más abrumadora, a menudo estallan en rebelión contra el yugo en el momento en que éste empieza a hacerse más liviano. El régimen que es destruido por una revolución es casi siempre una mejora de su predecesor inmediato, y la experiencia enseña que el momento más crítico para los malos gobiernos es aquel en el que son testigos de sus primeros pasos hacia la reforma” (Tocqueville, A.; The Old Regime and the French Revolution).

[2] Coloq. Chile: “Nos han hecho trizas”, “nos han derrotado”, “hemos sido vencidos”.

[3] Vid. Fermandois, J.; “La revolución inconclusa. La izquierda chilena y el gobierno de la Unidad Popular”.

[4] Vid. Fermandois, J.; “La Democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo”.

[5] Vid. Blumel, G.; “La vuelta larga”.

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