diciembre 3, 2024• PorFelipe Widow Lira
Widow, J.A. (2024): «El hombre, animal político»
La primera edición de “El hombre, animal político” [1], en 1984, surge como el resultado inmediato de la docencia de mi padre, que durante años había enseñado los principios de la política y la economía -y su corrupción ideológica- en un curso titulado “Orden social”.
Pero lo cierto es que las raíces personales de esta obra son más profundas y extensas que esa docencia: ya en su primera vida universitaria, como estudiante, mi padre mostró un interés y compromiso singularísimo con la vida política. De aquellos años es la primera época de la revista Tizona, que él fundara y dirigiera, y que, ya en su segunda época, tuvo un destacado lugar en la discusión política chilena de los turbulentos finales de los sesenta y comienzos de los setenta.
Hay que recordar que aquellos años corresponden a las revueltas universitarias (y que el “mayo francés” no comenzó en París, sino en Valparaíso y Santiago), a la “revolución en libertad” impulsada por el gobierno democratacristiano, al ascenso de Salvador Allende al poder ―a lomos de una coalición de partidos y movimientos marxistas (y con el auxilio de la propia DC)―… En aquellos tiempos tempestuosos, su preocupación por la política no fue meramente intelectual o teórica, sino vital.
Tan vital, que podía jugarse la vida (como se la jugó, y la perdió, su amigo Carlos Sacheri, a quien dedicase la primera edición argentina de este libro). Como muestra, un botón: Tizona fue una publicación ampliamente leída en círculos de oficiales del Ejército y la Marina, y en ella se defendió abiertamente ―entre otras cosas― la ilegitimidad del gobierno marxista y la licitud de la rebelión armada. Como ilustración de lo que esto significaba, se puede recordar las dos oportunidades en que recibió cajas con ejemplares de Tizona requisados en cuarteles militares por orden directa del general Prats, y embadurnados en mierda, una vez, y en sangre, otra…
Este compromiso vital con la política era una característica distintiva de aquellos tiempos ―en hombres de todos los bandos en pugna―, pero en mi padre y otros compañeros de ruta tenían, sin embargo, unas notas ―marcadas a fuego por el maestro común, el padre Osvaldo Lira― de extraña singularidad, casi rocambolescas: se trataba de un compromiso desideologizado y sin pasiones desenfrenadas (que no es lo mismo que sin pasiones), racional en su modo y sobrenatural en su sentido más íntimo.
En aquellos tiempos tempestuosos, su preocupación por la política no fue meramente intelectual o teórica, sino vital.
No buscaban someter la política a un sistema cerrado de ideas, omnicomprensivo y dotado de todas las fórmulas prácticas necesarias para la vida en común. No se trataba de levantar la bandera contrarrevolucionaria para abrazar el conservadurismo o el liberalismo capitalista. Se trataba, más bien y precisamente, de denunciar la falsedad de todas las fórmulas ideológicas y luchar por recuperar el espacio de los argumentos racionales fundados en principios universales ―que no son fórmulas prácticas sino sólo esto: principios, llamados a iluminar la deliberación, pero no a reemplazar la prudencia―. A pensar en las posibilidades de realización concreta del orden natural de la política y de su integración con el orden sobrenatural, que muestra la fe. A colaborar en esta empresa histórica sabiendo que no hay esperanza intramundana, sino que nuestra única esperanza es que el Señor vuelva, y vuelva pronto.
La razón de exponer este compromiso político vital de mi padre es que opera como un contexto indispensable para entender el sentido de este libro: aunque el autor es un profesor de filosofía, y su contenido son los principios políticos de la tradición clásica y cristiana, no es un mero estudio teórico de los mismos, ni está simplemente destinado a otros teóricos ni a alimentar las discusiones de los congresos académicos. Las reflexiones que hay detrás de sus páginas son, a la vez, teóricas y prácticas, y su finalidad es práctica, en el supuesto de que la acción, para que sea recta, necesariamente debe fundarse en la contemplación de las verdades más universales.
Como declara mi padre en el prólogo de la primera edición, uno de los objetivos primarios de la obra es abrir las cabezas ideologizadas para que puedan ser fecundadas por la consideración de lo real. Tarea difícil, ―lo cito― “pues el que ha perdido la capacidad de juicio vive en función de su sucedáneo, de la prótesis intelectual implantada para hacer desaparecer el órgano natural”. Pero, aunque difícil, indispensable punto de partida para cualquier acción política realista: ¿cómo integrar a los hombres en la empresa colectiva del bien común, sin antes conseguir que el auténtico bien común ―esencialmente espiritual― sea conocido por ellos y adoptado como principio último de su acción? ¿Cómo pedirle a alguien que ame la justicia si no conoce más que aquella falsa, abstracta y utópica que le promete el ideólogo? ¿Cómo embarcar a los hombres en esta empresa común si, engañados, esperan que el puerto sea un paraíso intramundano?
Aunque el autor es un profesor de filosofía, y su contenido son los principios políticos de la tradición clásica y cristiana, no es un mero estudio teórico de los mismos
En los cuarenta años que han transcurrido desde la primera edición de “El hombre, animal político” ―en los que ha tenido ya seis ediciones en castellano y otra en portugués― ha sido lectura formativa de miles de jóvenes, ha animado innumerables grupos de estudio, ha estado en los fundamentos de no pocas iniciativas políticas de distinta envergadura. Ello, no obstante el panorama político de hoy, que es aún más desolador que el de entonces: es difícil imaginar un grado mayor de atontamiento ideológico ―especialmente de la juventud― que el de nuestros días.
Hoy, la fractura entre ideología y realidad es aún más profunda, oscura y destructiva que en los tiempos de la primera edición de este libro. Vivimos la hora que Benedicto XVI ha llamado “de la rebelión contra Dios Creador”. Es que, en efecto, la liberación que la ideología promete no es, ya, la liberación de la injusticia, la guerra o el hambre, sino que ahora se ofrece al hombre la posibilidad de liberarse de la naturaleza y sus presuntas “ataduras”. Ya no es cuestión de expulsar a Dios, sólo, del espacio público o de la moral. Ahora se trata de borrar toda huella de su acción creadora y providente. Y aunque, como es inevitable, la expulsión definitiva de Dios de la vida humana resulta en la condena del hombre a la más radical de las esclavitudes, sin embargo, las masas embrutecidas corren alegremente hacia el abismo de esa esclavitud, gritando ¡libertad! ¡justicia! ¡dignidad!
Hoy, aún más que en los tiempos de los totalitarismos soviético y nazi, asistimos a la consumación de la gran paradoja de la modernidad: por una parte, es necesario que haya un poder reconocido al que los hombres se sometan, porque de otro modo no hay manera de que todos persigan algún objetivo colectivo y conserven la más elemental unidad exterior. Por otra, porque la libertad moderna se pretende absoluta, el hombre que reconoce un poder que está fuera de sí mismo, se hace esclavo.
Conocemos de sobra que la historia del pensamiento político moderno es la historia de los intentos fracasados de superar esta paradoja. Por ello, la lógica de la política moderna es la lógica del esclavo, la lógica del sometimiento, la lógica de un poder que, por estar constituido absolutamente por el hombre, se vuelve contra él.
Hoy, la fractura entre ideología y realidad es aún más profunda, oscura y destructiva que en los tiempos de la primera edición de este libro. Vivimos la hora que Benedicto XVI ha llamado “de la rebelión contra Dios Creador”.
No deja de ser una broma de la historia que Hobbes haya puesto al Estado ―ese monstruo que concentra un poder absoluto―, el nombre de Leviatán. Es que quitar a Dios del fundamento de nuestra vida política no hace otra cosa que preparar el reinado del Anticristo. La gran tragedia de la que somos espectadores es que el hombre mundano que habita nuestro tiempo prefiere esa consumación y no aquella otra, que sabemos vendrá después y esperamos ansiosos: la de la venida del Mesías en gloria y majestad.
Si este es el signo de nuestro tiempo, ¿no resulta irrelevante cualquier consideración práctica y vital de la política? ¿tiene sentido una nueva edición de “El hombre, animal político”, entendido en ese sentido práctico y vital que describía al comienzo? Yo pienso que lo tiene.
En primer lugar, porque los caminos de Dios son misteriosos y no conocemos ni el día ni la hora en que habrán de consumarse los tiempos, y hasta que ese día no llegue, además de pedirlo intensamente, debemos poner nuestra vida y obra en servicio del plan de Dios para la creación, que es la ordenación de todas las cosas, incluida la vida social, para su mayor Gloria. En segundo lugar porque, como genialmente dijera Balmes: “el que ama lo que Dios ama, ama de algún modo a Dios”, y el orden político que posibilita el bien común es querido por Dios por amor de la persona que ha creado en esta naturaleza social que nos es propia. Hoy, quizá más que ayer, debemos jugarnos la vida en el amor del otro, que es un modo de amar a Dios.
Si hay algo en el orden natural que nos anticipa la vida del cielo, eso es la amistad. También la amistad política. Lo que este libro hace, me parece, es mostrar una vía de amistad que, aunque hoy se encuentra despreciada, y aun prohibida, es irrenunciable para todo aquel que aspira a ser un hombre cabal.
Notas
[1] Este texto fue leído con ocasión del lanzamiento del libro “El hombre, animal político”, en la edición publicada este año por Editorial Conservadora.
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Last modified: diciembre 12, 2024