julio 24, 2023• PorCarlos Peña
¿Por qué la obra de Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI, puede ser de interés, y motivo de admiración, para un agnóstico? ¿Por qué podría interpelarlo?
Uno de los prejuicios frecuentes respecto de Benedicto XVI -que circula en la opinión pública alimentada por el simplismo de algunos medios- es que él fue una especie de inquisidor, alguien que defendía los aspectos más anacrónicos del cristianismo, impidiendo así que este y su mensaje llegara a las grandes audiencias. Una lectura de apenas algunas de las miles de páginas que escribió (Benedicto XVI ha de ser el papa de mayor producción intelectual) bastan para poner de manifiesto lo contrario. Muestran a un teólogo brillante y erudito que subraya la íntima conexión del cristianismo con la razón y que, por lo mismo, está abierto al más amplio diálogo con las diversas corrientes de la cultura contemporánea.
La novedad del cristianismo deriva del hecho que concibe a ese absoluto en una relación íntima y personal con el individuo humano. El absoluto, el Dios de los filósofos interpela al hombre.
El cristianismo, enseña, sería una religión ilustrada, desmitificadora, como lo explica el hecho que se vincule desde el inicio con la filosofía. El Dios de los filósofos, enseña en su clase inaugural de 1959 [1], sería el mismo Dios de la fe. En el mundo griego el Dios de los filósofos representaba el absoluto que podía coexistir con el más amplio politeísmo. Ello era así porque el Dios de los filósofos era un deus otiosus, un primer motor alejado, un Dios lejano que representa el absoluto. La novedad del cristianismo deriva del hecho que concibe a ese absoluto en una relación íntima y personal con el individuo humano. El absoluto, el Dios de los filósofos interpela al hombre. Esa vinculación entre el Dios de los filósofos y el Dios de la fe, es consecuencia también de la comprensión de la totalidad que busca la filosofía. Si la verdad no existiera, si la verdad de la fe no existiera, arguye Ratzinger, entonces el mundo estaría disgregado y sería incomprensible y en él “lo piadoso y lo impío”, como se dice en el Eutifrón [2], serían equivalentes.
El cristianismo, concebido en íntima conexión con la razón [3], se entiende a sí mismo como la religión absoluta, verdadera, que no puede reconocer junto a sí a ninguna otra con igualdad de derechos. El cristianismo no es entonces una interpretación más -una entre otras- de la existencia humana, ni una creencia que nos ofrezca curarnos de las tribulaciones de la vida, ni una ideología acerca de la justicia, ni una ética para la convivencia, ni un compendio de moral sexual. Por supuesto posee consecuencias en todos esos planos; pero no se reduce a ellos. El cristianismo, insiste una y otra vez Ratzinger, sería la revelación del mismo Dios al hombre, una interpelación de Dios efectuada mediante su encarnación, muerte y resurrección. Es de esa interpelación de la que se sigue todo lo demás, la antropología, la ética que caracteriza al cristianismo. El cristianismo sería entonces la religión por antonomasia verdadera y legítima para todos los hombres [4]. Y en esa medida el cristianismo no solo se pretendería verdadero, sino además poseería una profunda vocación pública puesto que sería portador de una noticia para todos los seres humanos, la quieran oír o no.
Y el deber del cristiano y de la Iglesia, como lo explica en sus escritos del Concilio Vaticano II, es proclamar esa noticia que iluminaría la cultura sin relativizarla [5], ni aún a pretexto de ampliar la audiencia de la Iglesia. El deber de la Iglesia sería proclamar la verdad y no ponerla a la altura de las expectativas de la hora, ansiosa por lograr el asentimiento o la adhesión [6]. La apertura al mundo, uno de los lemas del Concilio, no debe entonces ser entendida como una voluntad de sincretismo con la modernidad. La fe del cristianismo supone apertura porque es Dios quien se ha abierto al mundo. Así una Iglesia abierta al mundo es la reafirmación de esa verdad, la de que es Dios quien se muestra o abre al ser humano. No otra cosa, explica, sería el hecho, que está a la base del cristianismo, de que Dios se hizo hombre.
El punto de vista que Joseph Ratzinger subrayó una y otra vez, tiene varias consecuencias en el debate contemporáneo. Menciono aquí las más obvias.
Una de ellas es que alerta contra un catolicismo descafeinado, ligero, que reinterpreta el mensaje cristiano como si él fuera una cosmovisión más en el ámbito de la cultura. Se trata de ese catolicismo que se asimila o asemeja a la ideología al uso, o a las modas de la hora, ese catolicismo, en suma, que tiene horror a ser minoría y que se mide a sí mismo por la anchura de la audiencia a la que es capaz de seducir. Esta alerta a que conduce el punto de vista de Ratzinger posee enseñanzas incluso para el no creyente: la capacidad de persuadir a una audiencia o ser popular ante ella, no es un criterio epistémico, no es una medida de la verdad o de la corrección de lo que se dice.
A esto se suma que si lo anterior es así, si la verdad no se mide por la audiencia que adhiere a ella, entonces la democracia para ser perdurable requiere atesorar en favor suyo alguna verdad que la fundamente. En otras palabras, el relativismo no puede ser el fundamento de la democracia o, hablando de manera más general, de la comunidad política. La democracia no puede ser simple modus vivendi, un ámbito en el que las preguntas fundamentales de la existencia se retiran. Aparentemente ello favorece la tolerancia; pero bien mirado no es así. Los derechos fundamentales exigen esgrimir la verdad en su favor so pena de dejar a la vida humana a la intemperie. Este es el sentido profundo -que interpela también al no creyente- de la frase evangélica “la verdad nos hará libres”. Sin verdad no es posible fundamentar nada y en ese caso -como recuerda el Eutifrón– es lo mismo lo pío que lo impío. Este aspecto del mensaje cristiano en el que Joseph Ratzinger insiste con especial lucidez desafía a buena parte del pensamiento contemporáneo que se esmera en sostener que la verdad no existe, que todo punto de vista es a lo más la interpretación de una interpretación y que nunca podremos leer el texto original. La libertad, recuerda una y otra vez Ratzinger, descansa en la verdad. De otra forma la libertad sería mera naturaleza, simple expresión de lo que se quiere.
Pero si la verdad no se mide por la anuencia del público, tampoco ella depende de la certeza subjetiva, como a veces suele decirse incluso por quienes se dicen católicos. Actuar en conciencia, entendiendo por esta última la certeza del yo, no exculpa [7]. Si así fuera la verdad moral estaría entregada a los vaivenes de la psicología. Esto, por supuesto, lo sabe la mejor filosofía -desde Kant a Husserl- que coincide en esto con el punto de vista de Ratzinger. La conciencia como el juez último del obrar no puede ser equivalente a inclinarse ante la individuación moderna, ante el yo soberano. La razón, y tampoco la fe, pueden ser reducidas a mero psicologismo.
Y en fin, el punto de vista que Joseph Ratzinger subraya, muestra un nuevo sentido de la tolerancia. La tolerancia no puede consistir en una renuncia a la verdad del propio punto de vista, o a callar verdades para no incomodar. La tolerancia es una virtud por llamarla así práctica que viene exigida por el respeto hacia el otro; pero no consiste en la tendencia a considerar correcto algo por el solo hecho que alguien lo diga o lo profiera. De donde se sigue que no viene exigido por la tolerancia que el creyente ponga en paréntesis la verdad en la que cree a la hora de comparecer en el espacio público [8]. Así, respecto de la tolerancia el cristianismo puede esgrimir dos principios: uno de ellos es que el cristiano no puede callar sin traicionar la fe, puesto que esta última sabe una noticia que él debe comunicar al mundo; el otro es que reivindicar firmemente la verdad en la que cree es perfectamente compatible con la tolerancia y le repugna la violencia desde que esa verdad incluye el amor al otro por amor a Dios [9].
Esos aspectos que la obra de Joseph Ratzinger subraya -ha de haber otros, sin duda- pueden ser puntos firmes de encuentro entre el creyente y el no creyente, entre el cristianismo y una modernidad reflexiva: la idea que la verdad no se mide ni por la audiencia, ni por la certeza subjetiva, sino por la razón; que la democracia necesita entonces un fundamento o una orientación normativa que no surja de la mayoría porque de otra forma lo pío y lo impío, lo correcto y lo incorrecto serían intercambiables; y en fin, que la tolerancia no puede exigir a los partícipes de la esfera pública el abandono de la verdad a la que cada uno ha arribado reflexivamente.
Pero por sobre todo lo anterior, hay algo en el cristianismo que apunta a una dimensión central de la existencia en la que incluso el no creyente debe reconocerse. Se trata del hecho que la realidad humana se estira siempre e inevitablemente hacia algo que está más allá de ella misma, algo que la trasciende. El catolicismo instituye al reconocimiento de esa experiencia como el centro mismo de la vida del creyente. Se trata de la liturgia. Ratzinger observa que la liturgia para el cristiano es una fiesta, una autorización para la alegría; pero esta autorización es válida, agrega, “sólo si es capaz de afrontar la pregunta sobre la muerte” [10]. La liturgia vista desde el no creyente es así el recordatorio permanente de que la realidad individual y colectiva, siempre debe constituirse desde algo que la excede, algo que sea capaz de conferir sentido a las experiencias límite de la existencia.
Rector de la Universidad Diego Portales
Notas
[1] Joseph Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos (Encuentro: Madrid, 2006).
[2] Platón, Eutifrón, 7a, 8b.
[3] Vid. Fe, razón y universidad, El discurso en la Universidad de Ratisbona (12 de septiembre, 2006).
[4] ¿La verdad del cristianismo?, Conferencia en la Universidad de la Sorbona, en Fe, verdad y tolerancia, Salamanca: Sígueme, 2005.
[5] vid. Sobre la teología del Concilio, en Obras Completas, VII/1, Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, Madrid: BAC, 2019, p. 56. La Iglesia, se dice allí, es el “tabernáculo de la palabra”, hace presente la palabra de Dios en el mundo.
[6] ¿Una Iglesia abierta al mundo?, en El nuevo pueblo de Dios, Barcelona: Herder, 1972, p. 317
[7] Joseph Ratzinger, Conciencia y verdad, en Verdad, valores, poder. Piedra de toque de la sociedad pluralista (Madrid: Rialp, 2020).
[8] “Lo que es verdad hay que decirlo abiertamente, sin ocultarlo; la verdad plena es una parte del amor pleno”. Sobre la teología del Concilio, en Obras Completas, VII/1, Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, cit. p. 261.
[9] Vid. La Carta Encíclica, Deus Caritas Est.
[10] Joseph Ratzinger, Teología de la liturgia. La fundamentación sacramental de la existencia cristiana, Obras completas I, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos) p. 287
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Last modified: febrero 9, 2024