
abril 29, 2025• byJulio Alonzo y Leonardo Calderón
Dos consejos de Santo Tomás de Aquino
Seamos francos: hoy en día resulta cada vez más difícil darle sentido al mundo. Tenemos gente inteligente diciendo una cosa, otra gente inteligente diciendo exactamente lo contrario, y es bastante fácil sentirse atrapado frente a todos estos puntos de vista contradictorios. Incluso en el intento de vivir nuestra fe encontramos frecuentemente estas contradicciones: la Iglesia nos indica que aquello está mal, y la sociedad que nos rodea nos dice que, por el contrario, aquello está muy bien.
¿Cómo se supone que debemos darle sentido a todo esto? Las cosas han llegado al punto en que algunas personas simplemente se rinden y piensan: “bueno, ¿quién puede realmente saber qué es verdad?” Pero este es exactamente el tipo de pereza intelectual que tenemos que evitar. Existe la verdad, y podemos conocerla —solo necesitamos entender cómo abordarla adecuadamente—. Para esto queremos presentar dos consejos que Santo Tomás ofrece para poder realizar una búsqueda adecuada de la verdad.
La primera condición es la necesidad del sano carácter moral. Esto es lo que los filósofos clásicos siempre han reconocido: tu carácter moral afecta fundamentalmente cómo funciona tu mente. Si uno está atrapado por los vicios, no ve claramente lo que es verdadero. Por ejemplo: si alguien tiene una adicción al azúcar, incluso si es realmente inteligente, va a ser más capaz de racionalizar por qué debería comer algo de azúcar y justificarlo. Este apego desordenado a los bienes sensibles nubla el juicio y puede llevar incluso a racionalizar un desorden en lugar de identificarlo y remediarlo.
Para llegar a la verdad de las cosas, es decir, para entender lo que las cosas son esencialmente, es necesario superar lo meramente sensible.
Es por esto que Santo Tomás dice que la templanza y la castidad son realmente cruciales cuando se trata del ejercicio de nuestros poderes intelectuales y la contemplación (cfr. S.Th II-II q. 53 a. 6). Cuanto más apegado estás a los bienes sensibles, más tu intelecto se ve arrastrado hacia el nivel sensible. Esto lo explica el Aquinate mediante su fascinante posición sobre el conocimiento inspirada en Aristóteles: cuanto más separado está algo de la materia, más intelectual e inteligible es. Piénsalo, un acto intelectual está más elevado y separado de la materia que un acto de los sentidos. Cuando percibo una rosa con mis sentidos, no puedo separar la rosa de sus condiciones materiales —todavía veo el color y siento los olores de la rosa—. Por otro lado, cuando pienso intelectualmente en la rosa y en lo que ella es, abstraigo lo esencial de sus condiciones materiales y entiendo que se trata de una flor de una especie del género de las plantas. Como vemos, para entender esto se hace innecesario considerar las características sensibles. Para llegar a la verdad de las cosas, es decir, para entender lo que las cosas son esencialmente, es necesario superar lo meramente sensible.
Basado en esto, está bastante claro por qué tener vicios morales —especialmente aquellos donde uno está desordenadamente apegado a bienes sensibles como la comida, el sexo, la bebida— nubla tu pensamiento. Incluso si uno es inteligente y educado, si tiene vicios morales particularmente de naturaleza sensible, simplemente va a estar más propenso a equivocarse o va a estar de entrada equivocado.
La segunda condición que queremos considerar es la necesidad de las verdades sobrenaturales. Cuando decimos “natural” en este contexto, nos referimos a lo que pertenece a la propia naturaleza. Por ejemplo, es natural para un perro ver, mientras que está por encima de la naturaleza de un árbol poder ver. Es natural para el hombre ser capaz de entender verdades universales y necesarias (separadas de la materia), como el teorema de Pitágoras, pero esto está por encima de la naturaleza del perro.
De lo anterior viene la distinción entre razón natural y revelación sobrenatural, o más bien, las verdades que pueden ser conocidas por nuestra mera razón natural y aquellas que están por encima de nuestra naturaleza y que no podríamos alcanzar a menos que nos las revelaran. Las primeras son ciertas verdades filosóficas (morales o teóricas) que están al alcance de la razón natural —como por ejemplo si el matrimonio debe ser monógamo o si Dios existe—. No necesitamos ninguna revelación para conocer este tipo de verdades, como nos lo muestra Santo Tomás al inicio de su Suma Contra Gentiles.
La Revelación funciona mucho más como una guía que ilumina el reflexionar filosófico para que no se aparte de la verdad.
Por otro lado, hay verdades sobrenaturales inaccesibles sin la intervención de una revelación por parte de Dios. Tomemos la Trinidad, por ejemplo. Esto es algo que no podríamos descubrir incluso si nuestro intelecto fuera perfecto y estuviera libre de cualquier defecto moral. ¡Es algo que ni los ángeles sabrían por sí mismos! Solo porque Dios nos lo ha comunicado sabemos que Él mismo es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Pero aquí es donde esto se vuelve realmente relevante para el tema en cuestión: Dios decidió revelar ciertas verdades que, en teoría, la razón natural podría alcanzar —como su existencia, su unidad, nuestro deber de adorarlo, o principios morales básicos como honrar a padre y madre, respetar la vida del inocente y vivir rectamente el matrimonio y la sexualidad—. Ante esto, cabe preguntarse: ¿por qué ofrecería tales verdades si, en principio, podríamos discernirlas por nosotros mismos?
La respuesta está en nuestro estado actual después del pecado. Debido a la oscuridad del intelecto infligida por el pecado, luchamos por ver claramente incluso estas verdades naturales. Santo Tomás y el Papa Pío XII (en Humani Generis, 2) reconocieron esto —que aunque estas verdades son técnicamente accesibles a la razón, el estado caído de nuestra naturaleza humana hace realmente difícil que la mayoría de las personas lleguen a ellas con certeza—. Incluso los más grandes filósofos que se acercaron a estas verdades todavía mezclaron errores serios. Como dice Santo Tomás, si Dios no hubiera revelado “la verdad sobre Dios que la razón podría descubrir, sólo sería conocida por unos pocos, y eso después de mucho tiempo, y con la mezcla de muchos errores” (S.Th. I, q. 1, a. 1).
El carácter moral, libre de las ataduras de los vicios sensibles, permite que el entendimiento se eleve por encima de lo meramente material.
Es por esto que la Revelación, incluso de verdades naturales, es un regalo tan grande —nos da certeza sobre cosas que, aunque teóricamente alcanzables a través de la razón, son prácticamente muy difíciles de descubrir correctamente para la mayoría de las personas por su cuenta—. Por supuesto esto tampoco significa que la certeza sobrenatural de verdades naturales reemplaza la actividad racional mediante la cual las podemos alcanzar. La Revelación funciona mucho más como una guía que ilumina el reflexionar filosófico para que no se aparte de la verdad (cfr. Juan Pablo II; Fides et Ratio, 79).
En medio del torbellino de nuestros tiempos actuales, estos dos consejos de Santo Tomás señalan un camino para buscar la verdad. El carácter moral, libre de las ataduras de los vicios sensibles, permite que el entendimiento se eleve por encima de lo meramente material, como el Aquinate mismo subraya al vincular la templanza con la claridad intelectual. Y las verdades sobrenaturales, ofrecidas por la Revelación, se alzan como un faro que no solo asegura lo que la razón por sí sola alcanza con dificultad, sino que también guía su contemplación hacia aquello que la supera. Así, la fe y la razón, lejos de oponerse, se entrelazan para iluminar lo que las cosas son en su raíz, incluso en medio de la confusión que nos rodea.
Leonardo Calderón Rosas
Julio César Alonzo Müller
Coanfitriones del podcast De Veritate
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Last modified: mayo 7, 2025