Oct deneen 1

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La cultura común de los ciudadanos corrientes


El bien común es un concepto muy discutido y raramente comprendido.  Para muchos, parece ser sólo una preferencia disfrazada de ideal universal. Para otros, se trata de una gran reivindicación metafísica, que nos arrastra inevitablemente a pesadas discusiones filosóficas.  Estas posturas opuestas pueden derivar a menudo en debates entre hobbesianos y tomistas sobre el significado y las implicaciones del concepto de bien… debates que con frecuencia acaban excluyendo a los que no son licenciados en filosofía.

En su lugar, quiero centrarme en la palabra común.

La palabra común deriva del protoindoeuropeo, Ko-moin-i; más tarde, en el latín communis; y finalmente en la palabra francesa comun o la castellana común, que significa: “común”, “general”, “libre”, “abierto”, “público”, pero también, “compartido por todos o muchos”, “familiar”, “no pretencioso”.

Combinado con la palabra bien, podemos ver que un bien común consiste en aquellas necesidades y preocupaciones que se identifican en las necesidades ordinarias de la gente normal. El bien común es la suma de las necesidades que surgen de abajo hacia arriba, y que pueden ser más o menos suministradas, fomentadas y fortificadas de arriba hacia abajo.  En una buena sociedad, los bienes que son comunes se ven reforzados diariamente por los hábitos y las prácticas de la gente corriente. Esos hábitos y prácticas forman la cultura común, por ejemplo, a través de las virtudes del ahorro, la honestidad y la memoria de lo pasado. Sin embargo, una vez que esa cultura común se debilita o se destruye, la única esperanza es su renovación y revitalización por parte de una clase dirigente responsable. Una política del bien común hace más probable, incluso por defecto, una buena vida para la gente común.

No basta con garantizar su libertad para perseguir dichos bienes, sino que el orden político tiene el deber de orientarles positivamente y proporcionarles las condiciones para el disfrute de los bienes de la vida humana.  La “libertad religiosa”, la “libertad académica”, el “libre mercado”, los checks and balances, etc., no son sustitutos de la piedad, la verdad, la prosperidad equitativa y el buen gobierno.

Por lo tanto, el bien común siempre es servido o socavado por un orden político ―no hay neutralidad en el asunto. Haciendo hincapié en este punto en su indispensable libro Prayer as a Political Problem, Daniélou escribió: “La política debe ocuparse del bien común, es decir, del deber de crear un orden en el que sea posible la realización personal, en el que el hombre pueda cumplir completamente su destino” (Daniélou, J.; “La oración como problema político”).

Daniélou señaló el deber de los encargados de dirigir el orden político de no privar a la gente común de la capacidad de participar y de realizar los bienes esenciales de la vida humana. No basta con garantizar su libertad para perseguir dichos bienes, sino que el orden político tiene el deber de orientarles positivamente y proporcionarles las condiciones para el disfrute de los bienes de la vida humana.  La “libertad religiosa”, la “libertad académica”, el “libre mercado”, los checks and balances, etc., no son sustitutos de la piedad, la verdad, la prosperidad equitativa y el buen gobierno. El orden liberal sostiene que la ausencia de restricciones en estos y otros ámbitos es la condición suficiente para que las personas alcancen la plenitud.  El soberano liberal trata a todas las personas por igual, asumiendo que los seres humanos radicalmente libres son igualmente capaces de alcanzar los bienes de la vida humana. Es el equivalente liberal de la vieja ocurrencia de Anatole France: “La ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe a ricos y pobres por igual dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar su pan”.

Lo que debemos notar es que es la gente común ―la clase trabajadora, la chusma, los descamisados― la que disfruta cada vez más de la libertad teórica y de pocos de los bienes sustanciales que se supone que se derivan de su elección individual.  Como orden político, les hemos proporcionado la búsqueda de la felicidad, pero les hemos privado de la felicidad misma.

Aquellos que buscan promover el bien común deberían prestar especial atención al carácter profundamente ordinario del concepto ―como puede ser probado especialmente por referencia a una respuesta a la pregunta, “¿cómo está la gente normal hoy?”.

Lo que debemos notar es que es la gente común ―la clase trabajadora, la chusma, los descamisados― la que disfruta cada vez más de la libertad teórica y de pocos de los bienes sustanciales que se supone que se derivan de su elección individual.  

La respuesta a esa pregunta es: la gente normal no está bien.

Incluso antes de la aparición del coronavirus, montones de datos atestiguaban la devastación económica y social que sufría la gente de clase trabajadora menos educada y con menor movilidad ascendente. La globalización económica había privado a muchos de ellos de las fuentes de prosperidad y estabilidad que hacían posible una vida plena. Los ataques a las normas sociales de la familia, la fe y la tradición, además de estos desafíos económicos, han contribuido a la ruptura de los apoyos familiares y comunitarios, lo que a su vez ha llevado a vidas rotas de adicción, crimen, desempleo y muertes por desesperación. El coronavirus no ha hecho más que aumentar las ventajas de la clase extraordinaria y las condiciones desesperadas de la clase ordinaria.

En las continuas denuncias al populismo por parte de las élites desde las alturas de sus ciudadelas fortificadas, deberíamos escuchar también los antiguos ecos de las advertencias sobre la capacidad de los oligarcas para utilizar su poder, su riqueza y sus posiciones para oprimir y marginar a la gente común… irónicamente, hoy lo hacen en nombre de la “democracia”.

Los que ocupan posiciones de poder e influencia han vilipendiado y demonizado a sus conciudadanos de a pie como atrasados, racistas, reincidentes, incluso demasiado flojos como para levantarse y moverse. Este ha sido el mensaje constante de una clase elitista que trasciende las categorías políticas, pero que hoy es el sello de la alta burguesía liberal que dirige las principales instituciones de las (supuestas) democracias liberales modernas.

Los teóricos clásicos reconocieron los peligros del populismo, y hoy estamos familiarizados con muchas variaciones modernas de estas antiguas críticas (y si no estás familiarizado, mira CNN). Pero también los pensadores de esta larga tradición señalaron igualmente los peligros de la tiranía de las élites, en particular de los oligarcas y sus séquitos. En las continuas denuncias al populismo por parte de las élites desde las alturas de sus ciudadelas fortificadas, deberíamos escuchar también los antiguos ecos de las advertencias sobre la capacidad de los oligarcas para utilizar su poder, su riqueza y sus posiciones para oprimir y marginar a la gente común… irónicamente, hoy lo hacen en nombre de la “democracia”.

En la búsqueda del bien común ―la buena vida que no es extraordinaria, sino común: generalizable, ampliamente alcanzable por la mayoría de los seres humanos en una sociedad generalmente decente― Daniélou hacía una pregunta que ofrece un punto de partida útil: ¿cómo ordenamos una sociedad que protege y apoya la vida de oración entre la gente común?

El populismo es una reacción del sistema inmunológico del cuerpo político, pero no es la cura para nuestra enfermedad política. La cura radica en el desarrollo de una nueva élite que defienda sin tapujos no sólo la libertad de perseguir el bien ―y que luego se encoge de hombros cuando la gente común se ahoga en un mundo sin barandillas ni chalecos salvavidas―, sino que se dedique a la promoción y construcción de una sociedad que ayude a los conciudadanos corrientes a alcanzar una vida plena.

En la búsqueda del bien común ―la buena vida que no es extraordinaria, sino común: generalizable, ampliamente alcanzable por la mayoría de los seres humanos en una sociedad generalmente decente― Daniélou hacía una pregunta que ofrece un punto de partida útil: ¿cómo ordenamos una sociedad que protege y apoya la vida de oración entre la gente común?

Daniélou afirmó que la oración es una práctica central de una vida humana plena, una en la que reconocemos un horizonte más allá de nuestro tiempo y lugar, conscientes de nuestra condición necesitada, humildes por nuestra dependencia, y llamados a rezar y pensar en los demás. Sin embargo, observó que muchos aspectos de la era moderna dificultan cada vez más una auténtica vida de oración (y las virtudes que la acompañan).  Daniélou comprendió que el estímulo a la piedad personal en un mundo de constante distracción, aceleración tecnológica y consumismo no era suficiente para esta tarea.  La “libertad de rezar” en un mundo hostil al hábito de la oración equivalía funcionalmente a su privación absoluta.

La reedición de Cluny Media del libro clásico de Daniélou eligió sabiamente para su portada el cuadro El Ángelus, de Jean-François Millet. El cuadro retrata a lo que parece ser un matrimonio ―marido y mujer― rezando la oración del Ángelus, probablemente hacia el atardecer, a las 6 de la tarde. Parecen simples agricultores, pero en ese momento todos los aperos de labranza y las patatas se han caído y yacen esparcidos a sus pies mientras rezan juntos. A lo lejos, en el horizonte, se distingue la torre de una iglesia, lejana pero presumiblemente lo suficientemente cerca como para que la pareja pueda oír sus campanas. Es un cuadro de piedad sencilla pero profunda, y capta una cultura que nos señala más allá del comercio y el deseo individual hacia un horizonte más amplio y trascendente.

Tanto Millet como Daniélou destacan el aspecto democrático de la tradición en una sociedad así: sus bienes son ampliamente compartidos, no se requieren títulos avanzados en instituciones de élite ni un lenguaje especial para participar de ellos y encontrar la propia plenitud.
El Ángelus

Hablando de su cuadro más conocido y popular, Millet relataría más tarde:

La idea de El Ángelus se me ocurrió porque recordé que mi abuela, al oír la campana de la iglesia mientras trabajábamos en el campo, siempre nos hacía parar el trabajo para rezar la oración del Ángelus por los pobres difuntos, muy religiosamente y con la gorra en la mano (Daniélou, J.; Prayer as a Political Problem).

Tanto Millet como Daniélou destacan el aspecto democrático de la tradición en una sociedad así: sus bienes son ampliamente compartidos, no se requieren títulos avanzados en instituciones de élite ni un lenguaje especial para participar de ellos y encontrar la propia plenitud. Las torres de las iglesias de hoy en día están eclipsadas por los rascacielos de las altas finanzas, y sus campanas se han silenciado en favor de las bocinas de los autos, la cacofonía de la construcción y los audífonos que reproducen el ruido producido por una industria musical.

Podemos extender el análisis de Daniélou a casi todos los aspectos de la vida actual. Tenemos la “libertad” de casarnos, pero menos gente se casa. Tenemos la “libertad” de tener hijos, pero las tasas de natalidad caen en picada. Tenemos la “libertad” de practicar la religión, pero la gente abandona la fe de sus padres y madres. Tenemos la “libertad” de conocer nuestra tradición, de participar en nuestra cultura, de transmitir las enseñanzas de los mayores a los jóvenes, pero sólo damos deudas a los hijos que quedan. En un mundo hostil a todos estos bienes potencialmente democráticos, hemos destripado su consecución real en nombre de una libertad teórica, pero aumentando la esclavitud real a las adicciones que nos proporcionan la gran tecnología, las grandes finanzas, la industria pornográfica y un inminente mundo meta-artificial que “aliviará” las miserias de este mundo real que nosotros mismos construimos.

Así, también, los medios para fortalecer la familia, la comunidad, la Iglesia y la herencia cultural son un problema político que necesita una solución política. La oferta de mera libertad no es suficiente.

Daniélou comprendió que la plenitud requiere algo más que la elección individual en un mundo que se asemeja al Wild West. Lograr la vida de oración puede ser un poco más fácil o casi imposible, dependiendo de las condiciones ambientales fomentadas por el orden público y social. Lamentaba la pérdida de lo que había sido una vida de oración “democratizada” ―representada muy bien en El Ángelus de Millet― que había sido sustituida por una especie de secuestro elitista del ocio y la contemplación:

Podría mencionar que los monjes […] crean para sí mismos el entorno en el que pueden rezar eficazmente. Es esta última consideración la que nos lleva al corazón de nuestro problema. Si los monjes sienten la necesidad de crear un ambiente en el que encuentren posible la oración, si piensan que la oración no es posible sin ciertas condiciones de silencio, soledad y regla, ¿qué hemos de decir de la masa de la humanidad? ¿Debe ser la oración el privilegio de una pequeña aristocracia espiritual, y debe excluirse de ella al grueso del pueblo cristiano? (Daniélou, J.; Prayer as a Political Problem).

Daniélou denunció el elitismo que privaba a la gente común de un horizonte vital de esperanza:

Debemos reaccionar contra cualquier visión que haga de la vida espiritual el privilegio de un pequeño número de individuos; porque tal visión traiciona el punto esencial de un mensaje no sólo cristiano, sino religioso, de que la vida de oración es una vocación absolutamente humana (Daniélou, J.; Prayer as a Political Problem).

De la misma manera, deberíamos lamentar la privación para la mayoría de la gente de la posibilidad de un matrimonio sólido, de hijos felices, de una multiplicidad de hermanos y primos, de familias multigeneracionales, de una herencia cultural, de los ritmos y las comodidades de una vida religiosa asistida por la presencia fortificante de hombres y mujeres santos, de cementerios y de la memoria de los muertos en medio de nosotros como recordatorios de lo que somos deudores y de lo que debemos transmitir, de una cultura pública y política en la que los bienes comunes se encontraban comúnmente.

Escribe Daniélou:

Hablaremos entonces de la oración de los hombres implicados en la vida social. Es en este sentido en el que la oración no pertenece a la vida estrictamente interior del hombre ―con la que la política no tiene nada que ver― sino a la esfera política (Daniélou, J.; Prayer as a Political Problem).

Así, también, los medios para fortalecer la familia, la comunidad, la Iglesia y la herencia cultural son un problema político que necesita una solución política. La oferta de mera libertad no es suficiente.

El liberalismo ofreció a la humanidad una falsa ilusión de las bendiciones de la “libertad” al precio de la solidez social. Resulta que esta promesa era una táctica más empleada por un orden oligárquico para despojar a los débiles de cualquier valor. A los que, tanto en la derecha como en la izquierda, insisten en que necesitamos más “libertad” para curar los males de la “libertad”, debemos responderles rotundamente: No nos dejaremos engañar de nuevo. En lugar de ello, queremos y debemos promover una visión y una práctica del bien que sea común.

Autor: Patrick J. Deneen

* Texto publicado originalmente en The Postliberal Order. El autor lo envió para que sea traducido y publicado en castellano en Suroeste.

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