2024 06 BerenLuthien

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Escritorio del Editor

Hay historias que, sin ser históricas, nos hablan de lo más real que existe. Hay cuentos que, sin relatar eventos que vemos en nuestra vida cotidiana, nos muestran lo más importante, que subyace a ese frenético suceder del día a día. Hay verdades que son tan, pero tan altas, que no caben en la apariencia de los hechos. Una de esas verdades es la que Tolkien buscó mostrar con las distintas composiciones sobre Beren y Lúthien, que él mismo consideraba el núcleo de su mitología. Una historia sobre el amor humano y su misterio, una historia que lo exhibe con toda su belleza y su color en cada una de sus etapas, desde el enamoramiento hasta la muerte misma.

El cuento tiene su inicio con Beren, un hombre que, tras un largo viaje, divisó en el bosque a una princesa elfa. No la buscó: se encontró con ella. Cuando se trata del matrimonio “uno elige poco: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo” (carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael). La vio a la distancia, cantando y bailando entre las plantas de cicuta que crecían en el suelo húmedo, al pie de olmos, hayas y castaños. Era Lúthien ―a la que Beren llamó Tinúviel: ruiseñor, hija del estrellado crepúsculo―, hija de Thingol, rey de Doriath, y de Melian, una Maiar muy poderosa. Beren, sin conocerla, quedó prendado de su belleza:

Vagando en el verano por los bosques de Neldoreth [Beren] se encontró con Lúthien, hija de Thingol y Melian, en un momento del atardecer bajo la salida de la luna, mientras ella bailaba sobre la hierba inmarcesible en los claros junto a Esgalduin. Entonces desapareció de él todo recuerdo de su dolor y cayó encantado, pues Lúthien era la más hermosa de todos los Hijos de Ilúvatar. Su vestimenta era azul como el cielo despejado, pero sus ojos eran grises como el atardecer iluminado por las estrellas; su manto estaba cosido con flores doradas, pero su cabello era oscuro como las sombras del crepúsculo. Como la luz sobre las hojas de los árboles, como la voz de las aguas claras, como las estrellas sobre las nieblas del mundo, tal era su gloria y su hermosura; y en su rostro había una luz resplandeciente (J.R.R. Tolkien; El Silmarillion, De Beren y Lúthien).

Este primer encuentro entre estos jóvenes enamorados parece haber estado inspirado en un recuerdo que Tolkien tenía de su mujer, Edith, de su época de recién casados; se lo cuenta en una carta de a su hijo Christopher, después de que ella muriera:

ella fue la fuente de la historia que con el tiempo se convirtió en la parte principal del Silmarillion. Fue concebida por primera vez en un pequeño claro del bosque lleno de cicutas en Roos, Yorkshire […]. Por aquel entonces tenía el pelo negro, la piel clara, los ojos más brillantes que nunca y sabía cantar y bailar (J.R.R. Tolkien, Carta a su hijo Christopher, 1972).

Distintas versiones de esta historia ―la cual fue escrita varias veces, con ligeros cambios, a lo largo de toda la vida del autor― permiten sentir de manera muy viva la calidez del enamoramiento de Beren. Causó un efecto potentísimo en él, tanto como Edith lo hizo en Tolkien. El filólogo inglés quiso plasmar su propia experiencia sobre el amor y el modo en que florece en la vida humana real, encarnada, como se ve luego por la primera interacción romántica entre ambos: “Tinúviel, enséñame a bailar”. El amor humano no es puramente espiritualista ―ni mucho menos intelectualista―, sino que está empapado de afectos (de ahí que el amor no sea solamente “una decisión”). Aquí aparece, como un elemento entre tantos otros en el Legendarium, una comprensión profunda del cuerpo como parte configuradora de la propia identidad, de la encarnación como un tópico esencial de la visión católica de la vida (siendo un autor al que se le nota que es católico al escribir). Y es que, sin mayores disquisiciones teóricas ―no tiene por qué haberlas en una obra literaria como la de Tolkien―, permite al lector de manera muy palpable meterse en los sentimientos de los personajes, en las distintas etapas de su vida. Tras los primeros encuentros de los protagonistas de esta historia, Thingol reclama a Beren, para acceder a que tome la mano de su hija, que traiga de la corona de Morgoth ―el más poderoso de los Valar y el primer señor oscuro― uno de los silmarils (gemas que dan su nombre al Silmarillion). Se trataba de una petición imposible. Pero el joven Beren ―cuyo nombre en sindarin significa “valiente”― replicó con arrojo: “¡ese obsequio es muy insignificante para una novia tan encantadora! […] Os otorgaré vuestro modesto deseo”.

Tolkien y Edith lapida

Pero el amor ciertamente no se agota en el enamoramiento y su arrojo inicial. Pronto exigirá sacrificios para ambos (es notable que, en una carta a su hijo Michael, Tolkien haya dicho que “la fidelidad en el matrimonio cristiano conlleva […] una gran mortificación”). Primero, para Beren, que fue apresado, y que hacia el final de la historia llegará a perder uno de sus miembros, e incluso a morir. Pero también, y quizás más especialmente, de la princesa Lúthien, que socorre a su amado cuando más la necesita, como arquetipo de la “ayuda adecuada” que los cónyuges están llamados a ser en el matrimonio [1]. Pero también ella lo acompaña luego en el curso de sus aventuras, sufriendo con él sus angustias y tormentos (no en vano, Tolkien decía que los cónyuges deberían verse como “compañeros de naufragio, no como estrellas conductoras”); y, finalmente, su amor consigue del “frío corazón de Mandos” que se apiade de los dos y les conceda envejecer juntos en las tierras de Ossiriand.

El filólogo inglés quiso plasmar su propia experiencia sobre el amor y el modo en que florece en la vida humana real, encarnada, como se ve luego por la primera interacción romántica entre ambos: “Tinúviel, enséñame a bailar”.

En el final de la historia se percibe la alegría de la vida en las cosas pequeñas, al mostrar no que “viven felices para siempre”, sino que juntos se van a vivir a otras tierras en las que pueden convivir, formar una familia ―tendrán un hijo, Dior, de cuya descendencia nacerían Elrond y Aragorn―, envejecer y morir casi como uno. En la trama se ve cómo a lo largo del camino varón y mujer están llamados a compartirlo todo, y a entregarse recíprocamente por entero. Y a lo largo de la historia en conjunto se ve cómo Tolkien mismo quiso plasmar aquí su propio amor fiel e incondicional por Edith, y por eso quiso que en las tumbas de los dos se inscribieran los nombres de los protagonistas. Un amor real, cuya verdad se puede enseñar con mucha más sabiduría y belleza a través de un cuento que de una relación de hechos fríos, una historia maravillosa que, tomando la expresión de Jaime Eyzaguirre, “comienza y sigue como un cuento de hadas”.

Autor: Vicente Hargous

Editor Revista Suroeste

Notas

[1] Cabe destacar que esto ocurre no una vez, sino muchísimas. Incluso podemos decir que Lúthien es la que hace posible la mayoría de los avances dentro de la historia, con trabajos que, cuanto menos, pueden calificarse como “pesados”:  Ella escapa gracias a sus propia magia de la prisión en que Thingol la había puesto para evitar que fuera en ayuda de Beren; es ella la que junto con Huan derrota a nada menos que Sauron, lo rescata de Tol In Gaurhoth, y destruye la fortaleza; cuando Celegorm y Curufin, hijos de Fëanor, hieren a Beren con una flecha, ella lo sana; ella es la que, con su magia, los disfraza con apariencias de un vampiro y un lobo para lograr entrar en Angband, la fortaleza de Morgoth; ella es la que deja a Morgoth y toda su corte en un sueño profundo con su baile y canto; ella sana a Beren después de que Carcharoth, el lobo de Morgoth, le hubiera sacado la mano en que sostenía el silmaril… y ella es la que, finalmente, canta la canción que logra tocar el corazón de Mandos, y conseguir que se les permita volver a vivir en Beleriand, como mortales. Esto revela la admiración con que Tolkien veía a su mujer.

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