
Editorial
“El contrato mediante el cual uno o
varios mandantes acuerdan con
una mujer que ésta geste uno o
varios hijos con el fin de que sean
entregados al nacer, […] viola la
dignidad humana y contribuye a la
mercantilización de las mujeres y los niños”.
(Declaración de Casablanca)
La dispersión de los textos de “El Silmarillion” ―con cientos de nombres y decenas de historias que surgen como enredaderas que se enlazan a otras entre los árboles― puede hacer de la lectura de esta obra una tarea difícil… Al menos si se pretende leerlo como una novela normal. Pero a veces un relato viene bien para un momento, y otro es más adecuado para una ocasión distinta. Y así, sirve también de compañía nocturna repasar un capítulo. Entre esas historias está la de Túrin Turambar ―contada también, con más detalles, en “Los hijos de Húrin”―, cuyo protagonismo se lo lleva precisamente este personaje. Pero como muchas veces ocurre con la obra de Tolkien, se descubren cosas nuevas al recorrer sus páginas. Y en el silencio nocturno vine a fijarme en uno de los personajes: la madre de Túrin y esposa de Húrin, Morwen.
Morwen, de pie en el umbral, oyó el eco de ese grito en las colinas boscosas y se aferró a la jamba de la puerta hasta que sus dedos sangraron.
La vida de Morwen no fue precisamente feliz. Invadieron su tierra los orientales y, aunque no se atrevieron a tocarla ―pues creían que era una bruja peligrosa―, temía por su hijo Túrin: “el temor por su hijo Túrin, heredero de Dor-lómin y Ladros, fue oscureciendo el corazón de Morwen; porque no veía más futuro para él que convertirse en esclavo de los Orientales” (Tolkien, J.R.R.; “Los hijos de Húrin”). Creía que podrían esclavizar a su hijo, por lo que no tuvo más alternativa que separarse de él y enviarlo a vivir a Doriath, bajo el cuidado del rey Thingol (padre de Lúthien).
Túrin se preparó pues para el viaje, se despidió de su madre, y partió en secreto con sus dos compañeros. Pero cuando éstos le dijeron que se volviera a contemplar la casa de su padre, la angustia de la separación lo hirió como una espada, y gritó:
—¡Morwen, Morwen! ¿Cuándo te volveré a ver?
Morwen, de pie en el umbral, oyó el eco de ese grito en las colinas boscosas y se aferró a la jamba de la puerta hasta que sus dedos sangraron. Esa despedida fue el primero de los pesares de Túrin (Tolkien, J.R.R.; “Los hijos de Húrin”).
Este pasaje desgarrador sería sólo el comienzo de una triste historia: años de alejamiento entre una madre y su hijo. La herida de este desgarro no se borraría nunca del corazón de Túrin: “Aunque habían transcurrido veintitrés años desde que pisara por última vez esa senda, la tenía grabada en el corazón, tan grande había sido el dolor de cada paso al separarse de Morwen” (Tolkien, J.R.R.; “Los hijos de Húrin”). Y por cierto que también sería indeleble el dolor en el alma de ella: “enloquecida”, “enajenada”, pasaría largo tiempo cabalgando “sola por los campos en busca de su hijo o de alguna noticia valedera” (Tolkien, J.R.R.; “El Silmarillion”).
Uno podría pensar que son pocas las mujeres que, por la fuerza de las circunstancias, parece que no tienen más alternativa que separarse para siempre de sus hijos. Y sin embargo, se trata de un drama que puede ser más frecuente de lo que pensamos, pues más allá de las series que llenan nuestras pantallas, de las consignas de Twitter, de las comodidades del consumo, hay mujeres que, habiendo gestado a un niño por nueve meses, deben despedirse para siempre de él. Y por otra parte, hay niños que nunca pueden buscar sus orígenes biológicos. ¡Esa es la tragedia de Morwen y de Túrin! ¡Un dolor por el que sangran las manos y no se borra el dolor del corazón!
Esta y otras razones parecen suficientes para buscar prohibir toda forma de subrogación, como pretende un proyecto de ley presentado en Chile
El debate en torno a la subrogación muchas veces se aborda desde la perspectiva de prohibir el lucro… y la verdad es que no es para menos, porque se trata de un escándalo impresionante. Basta con ver las cifras escalofriantes de la explotación de mujeres en la India por esta estructura de abuso; el año 2012 se estimaba que “hay más de 25.000 niños que están por nacer por subrogación en la India” (Shetty, P.; India’s unregulated surrogacy industry). Pero incluso si no media dinero, cuando la subrogación es “altruista”, ¿no se está también instrumentalizando a la mujer?, ¿no es verdad que se comienza a pensar en los hijos como objetos de consumo alcanzables para parejas ricas?, y sobre todo, ¿no se causa siempre y en todos estos casos la brutal separación entre una mujer y el niño que creció en sus entrañas?
Esta y otras razones parecen suficientes para buscar prohibir toda forma de subrogación, como pretende un proyecto de ley presentado en Chile, con apoyos en todo el espectro político. Porque incluso cuando la subrogación se realiza sin fines de lucro es siempre un modo de explotación de la mujer, un atentado contra la dignidad humana y, a fin de cuentas, un sistema que “contribuye a la mercantilización de las mujeres y los niños” (Declaración de Casablanca).
Editor Revista Suroeste
Last modified: febrero 11, 2025