2023 05 ratzinger leido por un protestante 1

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La destrucción de la Teología

“En la Facultad de Teología Luterana la situación era mucho más dramática que entre nosotros. Y, sin embargo, estábamos en el mismo barco. Me sumé a dos teólogos luteranos para intentar desarrollar un plan común de acción”. Así describía Ratzinger, en unas memorias publicadas en 1997, su vida en la Universidad de Tübingen a fines de los sesenta. Lo que había ocurrido entonces, según narra, es un profundo cambio en el paradigma dentro del cual se desarrollaba la teología. Si por un tiempo había predominado alguna forma de existencialismo, “de la noche a la mañana el modelo existencialista colapsó y fue reemplazado por uno marxista” [1]. Era una década agitada, también en el plano teológico. Estas memorias se concentran, de hecho, en estos cambios de carácter intelectual y guardan, en cambio, un llamativo silencio respecto del movimiento estudiantil de esos años.

Vale la pena subrayar la naturaleza del cambio al que Ratzinger alude en este pasaje. Sus palabras revelan que no se trataba del simple cambio de filosofía dominante en el ambiente. Algo de eso hay, desde luego, pero lo decisivo es que esa filosofía dominante era ahora una cuya relación parasitaria respecto del cristianismo es más clara. “La destrucción de la teología que estaba teniendo lugar […] era incomparablemente más radical precisamente porque tomaba como base la esperanza cristiana; la invertía manteniendo el ardor religioso, pero eliminando a Dios y reemplazándolo con la actividad política del hombre” [2]. Es este clima, entonces, el que lo lleva a desarrollar no solo amistad, sino también una acción común con algunos teólogos protestantes. El “ecumenismo de trincheras” del que a veces se habla hoy tiene, como podemos ver, varias décadas de existencia. Y podemos afirmar que, cuando va al fondo de los problemas, deja de ser de trincheras [3].

I. Institución y convicción

El episodio que acabo de comentar no es el único pasaje de sus memorias que de algún modo nos remite al presente. Si se retrocede hacia el comienzo de estas, cuando Ratzinger relata su vida durante los años treinta, se encuentra un ambiente revolucionario muy distinto. No es la revolución de los años sesenta, sino la nacionalsocialista. También esta revolución, por cierto, puede caracterizarse por rasgos políticos y religiosos a la vez. Pero pienso ahora en un elemento menos conocido, el modo en que se planteaba discursos sobre la relación entre cultura y visión de mundo. “Cuando hoy escucho críticas al modo en que el cristianismo destruiría las identidades culturales particulares e impondría valores europeos”, escribe Ratzinger, “no puedo dejar de asombrarme de lo parecidos que eran los argumentos de entonces, y de cuán familiares me resultan incluso algunas frases” [4]. También la recuperación de una cultura y religión germánica se buscaba mediante una agenda de “desconfesionalización”, un programa que liberaría a los alemanes de la alienación que habían sufrido respecto de su propia cultura. Hay que salvar las distancias, desde luego, pero hay ahí preguntas que aún nos acompañan [5].

Entre los campos en que se libraba esa pugna de los años treinta se encuentra, naturalmente, el de la educación. Y aquí bien vale la pena detenerse. La batalla por la mantención de las escuelas parroquiales es relativamente bien conocida, pues fue una de las materias que temprano llevó a enfrentamientos abiertos de los cristianos contra el régimen nazi. Pero las memorias de Ratzinger no adoptan un tono ni remotamente triunfalista al respecto; en lugar de eso escribe que las frecuentes protestas de los obispos, a su parecer, ignoraban la realidad. Tenían, desde luego, toda la razón en su defensa de un espacio institucional independiente. Pero la preservación de las instituciones, como bien escribe, “es inútil si no hay personas dispuestas a apoyar esas instituciones a partir de una convicción interior” [6]. Ese ingrediente nada de trivial le parecía faltar.

La destrucción de la teología que estaba teniendo lugar […] era incomparablemente más radical precisamente porque tomaba como base la esperanza cristiana; la invertía manteniendo el ardor religioso, pero eliminando a Dios y reemplazándolo con la actividad política del hombre.

Me detengo en esta frase. Si uno mira la historia de los siglos precedentes no es raro encontrar a quienes caracterizan al catolicismo por su mentalidad institucional y al protestantismo por esa convicción interior. Se trata de una caracterización gruesa, por cierto, pero cuenta con alguna validez. Sin embargo, si esos han sido sus fuertes, la reacción de Ratzinger nos alerta sobre un hecho fundamental: ninguna tradición confesional puede subsistir hoy sin esta doble preocupación. La necesidad de una convicción interior no ha reducido la importancia de una rica vida institucional y no hay entramado de instituciones que pueda suplir la falta de orientación personal. No es que dicha pertenencia carezca de importancia, y la fuerza del individualismo contemporáneo puede requerir que se siga insistiendo mucho sobre el lugar de la comunidad en el florecimiento humano. Pero es un énfasis que también puede desorientar a más de uno.

Este punto es levantado por Ratzinger con una lucidez notable en una conferencia de 1959 titulada “Los nuevos paganos y la Iglesia”. Su preocupación ahí es la “Iglesia de gentiles que siguen llamándose cristianos”, la Iglesia de quienes tienen “una partida de bautismo, pero no una convicción cristiana” [7]. Estas no son palabras de quien defiende una tradición inerte. Como lo ha reconocido Ben Myers entre los protestantes, “por más de medio siglo Ratzinger ha desafiado la subordinación de la verdad a la pertenencia comunitaria” [8]. Sus palabras de 1959 nos dicen mucho, por otro lado, sobre la conciencia que tenía del fin de la cristiandad (y de los vicios que por siglos esta había acarreado). Pero tras la corriente alusión a un “fin de la cristiandad” pueden ocultarse proyectos muy distintos. Veamos algo más de cerca el suyo.

II. De Agustín a C.S. Lewis

Durante unos cinco años, el papado de Benedicto XVI coincidió con Rowan Williams como arzobispo de Canterbury. No es este el lugar –ni mucho menos yo el competente– para decir algo sobre ellos en esa función pastoral y de gobierno. Sí me interesa notar, sin embargo, que durante esos años la Comunión anglicana y la Iglesia Católica coincidían en tener a su cabeza a un importante estudioso de Agustín [9]. No se trata de una coincidencia trivial. Después de todo, la Reforma protestante fue un movimiento eminentemente agustiniano. Décadas atrás eso solía formularse de modo tal que el lado católico de la división parecía amarrado a posiciones menos agustinianas. Hoy parece haber más consenso en entender las disputas del siglo XVI como una división interna del agustinismo. Distintos elementos de la visión de Agustín fueron subrayados y relacionados de modo distinto por cada tradición confesional. En cualquier caso, lo que aquí me interesa es que, al iniciarse nuestro propio siglo, el agustinismo volvía a ser un patrimonio visiblemente compartido.

La necesidad de una convicción interior no ha reducido la importancia de una rica vida institucional y no hay entramado de instituciones que pueda suplir la falta de orientación personal.

Pero, tal como en el siglo XVI, puede decirse que existen hoy distintos agustinismos, aunque no sean causal de división eclesiástica. Agustín es una figura compleja que puede ser recibida de muy diversos modos. En otro lugar he explicado, por ejemplo, cómo por momentos el protestantismo se ha caracterizado por un agustinismo muy antipelagiano, y cómo en otros momentos, los restantes ingredientes del pensamiento agustiniano (un platonismo que fue no solo antipelagiano, sino también antimaniqueo y antidonatista) han sido bien integrados. Si esto es así, parece importante preguntarnos por el tipo preciso de agustinismo que encarnó Ratzinger.  Como un lector muy parcial de su obra, mi impresión es que Ratzinger puede ser caracterizado por ese tipo de integración. No es, en otras palabras, obsesivamente antipelagiano, antidonatista o antimaniqueo, aunque cada uno de estos acentos se encuentra presente en su pensamiento. Asimismo, tal vez se suma en su caso un punto más. Como afirmó en una ocasión, “todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona”. Tal vez se pueda decir que el suyo es un Agustín que opera ante todo como síntesis del pensamiento patrístico anterior. Y ese pensamiento patrístico se desarrolló en un contexto notoriamente similar al nuestro, por lo que no extraña que, nutrido de él, Ratzinger pudiera hablar al presente.

Con todo, su agustinismo –y su amplia orientación patrística– se vincula también con un trasfondo intelectual mayor: Ratzinger se inscribe en el amplio movimiento de ressourcement teológico del siglo XX. Leer sus memorias es en parte verlo descubriendo ese mundo –leyendo, por ejemplo, a de Lubac– e inscribiéndose en él. Dentro de ese amplio movimiento, Ratzinger destaca por una firme resistencia al proyecto de deshelenización del cristianismo que una parte de la teología moderna –en versiones conservadoras y progresistas– ha impulsado. En su célebre discurso de Ratisbona retrata ese proyecto de deshelenización en tres pasos, y la Reforma protestante tiene ahí un papel protagónico: “La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI”, afirmaba ahí. Según su explicación, la Reforma surgiría como un intento por liberar al cristianismo de una “teología totalmente dominada por la filosofía”. A la deshelenización protestante la seguiría luego la deshelenización impulsada por la teología liberal –que convertía a Jesús en el “padre de un mensaje moral humanitario”–, para pasar finalmente al proyecto de deshelenización levantado en nombre de la primacía de la cultura y a la denuncia, por tanto, de un cristianismo helenizado como un cristianismo colonizador.

El esquema que permite enmarcar estos momentos como pasos de una misma lógica es muy sugerente. Y el tercer paso es de vital importancia para las discusiones que tenemos en nuestro país respecto de la relación entre el cristianismo y nuestra diversidad cultural. ¿Pero es correcto en lo que a su interpretación de la Reforma se refiere? ¿Cabe razonablemente entenderla como un programa de liberación respecto de la tradición filosófica clásica y medieval? No es una cuestión a considerar aquí in extenso, pero sí vale la pena señalar lo discutible que es esta tesis. Me parece, de hecho, que es una interpretación que se ha vuelto insostenible a la luz de lo que hoy sabemos sobre la continuidad de la tradición intelectual cristiana en los siglos XVI y XVII [10]. Pero si esto es cierto, no solo se trata de un hecho a tomar en serio por el pensamiento católico, eventualmente modificando cierto esquematismo en su narrativa. También significa que los protestantes tenemos buenas razones para sumarnos a la mirada crítica respecto del proyecto deshelenizador. Aquí van de la mano corregir la mirada histórica que sugiere Ratzinger –que, por lo demás, no es nada exclusivo suyo– con abrazar su proyecto de fondo. A fin de cuentas, la orientación universalista del mensaje cristiano no podía sino entroncar con el universalismo de la filosofía griega, aunque el encuentro implicara tanto apropiación como corrección. No hay razón por la que las distintas confesiones cristianas hayan de tener hoy un juicio distinto sobre este complejo proceso.

La Comunión anglicana y la Iglesia Católica coincidían en tener a su cabeza a un importante estudioso de Agustín.

Todo esto remite, a su vez, al lugar que tiene que ocupar el compromiso con la razón en el actuar de los cristianos hoy. En “El materialismo consumista y la esperanza cristiana”, una conferencia de 1988 en la Universidad de Cambridge, Ratzinger abordaba este problema –y en particular el de la fundamentación racional de la moralidad– refiriendo a La abolición del hombre, de C. S. Lewis. Ratzinger alude ahí a la amplia mirada de Lewis a las civilizaciones humanas y al lugar de un Tao común en ellas, subrayando de modo especial “la herencia moral de los griegos y su articulación por Platón, Aristóteles y los estoicos”. Como ha notado Russell Hittinger, esta conferencia en Cambridge, con sus alusiones a Lewis, constituye la primera referencia pública de Ratzinger a la idea de una ley natural hablando como teólogo en posición oficial [11]. A la fascinante discusión de Hittinger tal vez debamos añadir que, justamente en dicho texto, Lewis habla también de “ampliar la palabra Razón para incluir lo que nuestros antepasados llamaban Razón Práctica” [12]. Se trata de una llamativa afirmación para un texto de 1943, pues recién dos décadas más tarde estaría en curso el gran movimiento de rehabilitación de la racionalidad práctica del siglo XX. Pero este llamado a ampliar la razón también debiera llamar nuestra atención por el modo en que se vincula con la obra de Ratzinger. Nadie que conozca algo de su pensamiento –como el mismo discurso de Ratisbona o la igualmente conocida conversación con Habermas– ignora lo central que es para él esta intuición sobre la ampliación de la razón y el modo en que la aplica a las patologías de una racionalidad puramente instrumental. Son, desde luego, varias las tradiciones intelectuales del siglo XX [13], en parte convergentes y en parte divergentes, que de un modo u otro se embarcaron en este proyecto de ampliación de nuestra comprensión de la racionalidad. La inserción de Ratzinger en medio de ellas, en cualquier caso, nos recuerda cuán lejos estuvo de ser el pensador crudamente antimoderno que a veces se imagina.

III. La dictadura del relativismo y la verdad del cristianismo

Cierro con una consideración acerca de la “dictadura del relativismo”. Esta es la expresión que célebremente usó Ratzinger en un sermón ante el cónclave que lo acabaría eligiendo como papa. Es el tipo de fórmula que llevó a que las más livianas etiquetas le hayan sido aplicadas (según el diario El País, por ejemplo, se trataba de una apelación al inmovilismo). También es el tipo de fórmula por la que se granjeó el respeto de una importante porción de evangélicos. Pero es importante ir más allá del enarbolar esa fórmula contra la cultura contemporánea. Es más, tal vez quepa decir que el mayor riesgo para el mundo evangélico con relación a Ratzinger sea este: su simple celebración como portavoz de una tesis y una disposición antirelativista. Más fundamental que eso es la orientación consecuente hacia la verdad. Tal vez convenga recordar también cierto escándalo surgido cuando en la declaración Dominus Iesus del año 2000 Ratzinger afirmara que las iglesias nacidas de la Reforma no son iglesias en sentido propio. Cabe, por supuesto, afirmar y procurar mostrar que el futuro papa estaba equivocado. Lo que no cabe, me parece, es tratar como improcedente la pretensión de verdad al mismo tiempo que se celebra la crítica del relativismo.

Pero cabe notar, además, que si algo caracteriza la obra de Ratzinger es desarrollar tesis fuertes con conciencia de la elaboración que ellas requieren si se desea darse a entender. Su “absolutismo” no tiene nada del espíritu de guerra cultural que se goza en afirmaciones políticamente incorrectas. Por el contrario, una y otra vez –en escritos que atraviesan décadas– se lo ve preguntándose cómo puede ser presentable hoy el afirmar el cristianismo como verdadero; como singularmente verdadero, no como una forma más de presentar una verdad presente en todas las religiones. Así ocurre ya en su conferencia de 1959 sobre “Los nuevos paganos y la Iglesia”. De forma más elaborada, es esa la pregunta que se encuentra en su importante texto sobre “La unidad y pluralidad de las religiones”, un texto que merece toda nuestra atención por la claridad con que acomete este problema. Cierro con una breve mirada al núcleo de su argumento.

Dios mismo no es concebido en términos personales; pero la verdad es que tampoco en los seres humanos, para tal visión, hay una realidad personal destinada a subsistir.

Ratzinger enfrenta en este texto la extendida tendencia contemporánea a tratar todas las religiones como de igual valor de verdad. Habría una suerte de ciudadanía religiosa mundial que incluso vuelve extrañas la misión y las conversiones, fenómenos que después de todo suponen que las diferencias entre una religión y otra son reales. En lugar de eso, se las tiene en el fondo por idénticas. En esa mirada, como bien nota, hay algo distinto del mero relativismo. Hay un cierto tipo de disposición religiosa, pero pasada de contrabando como forma del respeto. ¿Cuál es esa disposición religiosa? Ratzinger la trata acudiendo a la categoría del misticismo. No se refiere con eso a los elementos místicos que también forman parte de la tradición religiosa del judaísmo, el islam o el cristianismo. Se refiere más bien a aquella mirada según la cual tras la variedad de símbolos de la experiencia humana se oculta una unidad fundamental. Esta mirada reconoce por supuesto diferencias entre las religiones históricas, pero afirma que precisamente en aquello en que son diferentes debemos tratarlas como indiferentes: en el núcleo esencial hay identidad. Y el místico es quien ha logrado atravesar las apariencias indiferentes para captar esa identidad. Pero es característico de esa disposición que el místico busque hundirse en la experiencia de la identidad, sea que conciba esto como una fusión con el todo o como una disolución en la nada. “En el último peldaño de semejante experiencia”, escribe Ratzinger, “el místico no dirá ya a su Dios ‘Yo soy Tuyo’, sino que la fórmula reza “Yo soy Tú” [14]. La equivalencia o identidad de todas las religiones, continúa, “desvela aquí su presupuesto dogmático”. Se trataría de una mirada en último término anclada en una religión de la identidad: de la identidad entre el mundo y Dios, entre el alma y la divinidad [15]. Se puede, naturalmente, creer que esa mirada es adecuada; lo que no cabe es tratarla como una posición neutra desde la que humildemente se constata la igualdad de las religiones. Es una mirada, más bien, tan “arrogante” en sus pretensiones de verdad como la de quienes abrazamos el “misticismo de la palabra” (como describe Ratzinger el de la fe cristiana) [16].

No es este el lugar para desarrollar con más atención el carácter del artículo que comento, digno de una detenida meditación. El escrito está, por lo demás, lejos de agotar la controversia entre las distintas tradiciones religiosas. Su curso de reflexión solo sugiere algo sobre una de esas controversias, insinuando qué puede y qué no puede hacer la razón en la disputa entre el “misticismo” y la “revolución monoteísta”. Pero desde luego todo esto abre preguntas sobre cómo dialogar cuando uno se sitúa, dentro del plano de la revolución monoteísta, en la discusión entre judíos, musulmanes y cristianos. Con todo, la disputa que toca sí muestra, aunque tangencialmente, las consecuencias sociales de estas distintas miradas religiosas en disputa. La perspectiva que Ratzinger describe como mística es una mirada para la cual la persona no constituye una realidad última. Dios mismo no es concebido en términos personales; pero la verdad es que tampoco en los seres humanos, para tal visión, hay una realidad personal destinada a subsistir. Estas no son cuestiones cuyas consecuencias salten a la vista de modo inmediato, pero tarde o temprano se vuelven visibles. Ratzinger no es el primero ni el último en notarlo, pero el modo en que pensamos sobre Dios repercute de modo decisivo sobre nuestra propia autocomprensión.

Autor: Manfred Svensson

Notas

[1]  Joseph Ratzinger, Milestones. Memoirs 1927-1977 (San Francisco: Ignatius Press, 1998), 136.
[2]  Joseph Ratzinger, Milestones. Memoirs 1927-1977 (San Francisco: Ignatius Press, 1998), 137.
[3]  Discutimos esto más largamente en Joaquín García-Huidobro y Manfred Svensson, Cartas entre un idólatra y un hereje (Santiago: Ediciones UC, 2017).
[4] Joseph Ratzinger, Milestones. Memoirs 1927-1977  (San Francisco: Ignatius Press, 1998), 16.
[5]  Para una reflexión suya más reciente y detenida sobre estas preguntas relativas a cultura e inculturación véase Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, 4a ed. (Salamanca: Sígueme, 2005), 51–72.
[6] (2016) Milestones. Memoirs 1927-1977 (San Francisco: Ignatius Press, 1998), 15.
[7]  Joseph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una Eclesiología (Barcelona: Herder, 1972), 359–60.
[8]  Ben Myers, “‘Truth, Not Custom’: Joseph Ratzinger on Faith and Reason”, en The Theology of Benedict XVI. A Protestant Appreciation, ed. Tim Perry (Bellingham: Lexham Press, 2019).
[9]  Para sus principales contribuciones en ese plano véase Rowan Williams, Sobre san Agustín. Un enfoque renovado y vivificador del pensamiento agustiniano (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2018); y Joseph Ratzinger, Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia (Madrid: Encuentro, 2012).
[10]  Para discusión más extensa me permito remitir a Manfred Svensson, Reforma protestante y tradición intelectual cristiana (Barcelona: CLIE, 2016).
[11]  Russell Hittinger, “Natural Law and Public Discourse: The Legacies of Joseph Ratzinger”, Loyola Law Review 60, no 2 (2014): 241–71.
[12]  C. S. Lewis, La abolición del hombre (Nashville: Harper Collins, 2016), 44.
[13]  Franco Volpi, “Rehabilitación de la filosofía práctica y neo-aristotelismo”, Anuario filosófico 32, no 1 (1999): 315–42.
[14] Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, 30.
[15] Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, 31.
[16] Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, 37.

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